Amenaza energética
EL PRECIO DEL PETRÓLEO ha alcanzado en esta semana máximos históricos, que han rozado al contado y a plazo los 70 dólares por barril. El consumidor español que haya viajado estos días seguramente asentirá al recordar el incremento sufrido en el precio de los carburantes, pero en realidad lo que en estas vacaciones ha sufrido el bolsillo no es la repercusión total de ese inquietante récord.
Hasta hace poco, el contraste con otros choques energéticos del pasado encontraba algunos paliativos a la severidad de sus consecuencias. La elevación en términos reales, descontada la inflación, no era tan acusada como lo fue en noviembre de 1973; si, además, ese cómputo del encarecimiento lo hacíamos en euros, la factura final quedaba reducida, dada la apreciación de esta moneda frente al dólar, en la que cotiza el crudo. Desgraciadamente, ya no hay mucho lugar para paños calientes. Esa materia prima ha estado muy cara durante demasiado tiempo y, a juzgar por los factores que presionan al alza su precio, no es fácil anticipar una reconducción a niveles más tolerables.
Que las consecuencias no sean más severas para la economía española dependerá, entre otras actuaciones globales, de la celeridad con que adoptemos políticas de mejora de la eficiencia y diversificación de las fuentes
Estamos ante un choque en toda regla, no mucho menor de aquellos de principios y finales de los setenta del pasado siglo. La intensa demanda, derivada en gran medida del no menos destacable ritmo de crecimiento de la actividad económica en todo el mundo, es la primera causa de esa presión alcista. A ella hay que añadir inmediatamente la genérica geopolítica. Las tensiones entre EE UU e Irán (cuarto productor mundial de crudo), principales inductoras del ascenso de esta semana, se añaden a las ya estructurales derivadas de la inestabilidad en la zona del planeta donde se bombea el 40% del petróleo. La percepción general es que esas tensiones no facilitarán la hoy más necesaria que nunca normalización de la oferta de crudo, para adecuarla a la excepcional demanda: en consecuencia, los precios se mantendrán elevados. En un contexto tal, sirven de poco las reclamaciones a la OPEP (suministradora de más de las dos terceras partes del petróleo demandado globalmente), como la efectuada esta semana por la Agencia Internacional de la Energía, para que el cartel bombee 28,4 millones de barriles diarios en el trimestre en curso y se acerque a los 30 millones diarios a medida que avanza el año. A la mayoría de esos países no les falta voluntad de hacerlo, pero las condiciones no son precisamente las más propicias. Desde luego, no lo son las que deberían amparar las necesarias inversiones para aumentar la capacidad de producción en aquellos países hoy más conflictivos: Irak y ahora Irán, pero también Venezuela, Nigeria, Arabia Saudí o Rusia.
El resultado es que la persistencia de ese nivel de precios pasa a ocupar el primer lugar de las amenazas sobre el crecimiento de las economías en todo el mundo, agudizando el hasta ahora considerado más inquietante: la magnitud de los desequilibrios globales. En realidad, la mitad del crecimiento del déficit exterior estadounidense entre 2002 y 2005 ha sido determinado por la elevación de los precios del petróleo, según el FMI. Parte de la contrapartida de ese abultado desequilibrio, así como del que exhibe la economía española, está en el superávit agregado que mantienen los exportadores de petróleo: el valor de las exportaciones de crudo alcanzó los 800.000 millones de dólares en 2005, superior ya al récord de 1980.
El ajuste que una situación tal exige puede no estar exento de perturbaciones financieras, adicionales al mero endurecimiento de las políticas monetarias derivado de las consecuentes tensiones inflacionistas. Son razones, efectivamente, para asumir que la hoy muy entonada economía mundial, con tasas de crecimiento probablemente superiores al 4,5%, puede llegar a entrar en una crisis energética no menos seria que la del siglo pasado. Por el momento puede ser más larga. Que sus consecuencias no sean más severas para la economía española dependerá, entre otras actuaciones globales, de la celeridad con que adoptemos políticas de mejora de la eficiencia y diversificación de las fuentes.
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