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Reportaje:

La Italia hecha a sí misma

Durante siglos, mientras el arte se aprendía como un oficio, como un conjunto de técnicas, mientras aún nadie hablaba de "creatividad", Roma era la meca de quienes querían convertirse en pintores o escultores. La antigüedad clásica y luego el papado habían acumulado, en Roma y en otras muchas ciudades transalpinas, todos los "modelos" imaginables antes de que el romanticismo consumara una ruptura que había ido dibujándose desde que el Renacimiento modificó los cánones y le quitó los laureles a la muerte, que "no es la finalidad de la vida, sólo su final", por decirlo como Montaigne. El XIX descubre nuevas religiones, la historia y el arte, y nuevas vías de acceso a la verdad, la política y la creación. Artistas y políticos, nuevos sacerdotes, élites modernas, ya no buscan su legitimidad en el pasado sino en proyectos colectivos o en la expresión de una individualidad. Roma y sus almacenes pierden atractivo, París y Londres lo ganan.

El recorrido por las salas del Grand Palais, de París, se cierra con un homenaje al pintor Morandi
La creación italiana goza de una autonomía que sólo puede explicarse por el peso de una tradición riquísima

Italia vive un XIX complicado,

de transformación y fusión de su geografía política. El puzle peninsular, abierto a franceses, prusianos y austriacos, entre otros, no desemboca en un país unificado hasta bien entrada la segunda mitad de siglo. Buena parte del arte italiano de esta época aparece ligado a esa necesidad de conferir legitimidad y especificidad al nuevo Estado. Unos lo hacen por la vía de la evocación de la lucha social -es el caso de Pellizza da Volpedo o Morbelli-, otros -como Previati o Segantini- prefieren privilegiar la dimensión espiritual de la aventura patriótica.

El Grand Palais de París, en co

producción con el MART (Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Trento y Rovereto), presenta una exposición titulada Italia nova. Une aventure de l'art italien, 1900-1950. Lo que más sorprende de esta muestra, que acoge el delirio vanguardista con su fascinación por la máquina y la velocidad, una primera restauración clasicista, la apología del Estado fascista, una forma de nueva objetividad para desembocar todo en tres formas de abstracción representadas por Fontana, Burri y Manzini, lo que más sorprende, repito, es hasta qué punto la evolución, estando muy marcada por factores externos, es autóctona, específicamente italiana, sin mimetismo respecto a los "ismos" que atraviesan toda la creación contemporánea. Italia tiene su propio ritmo, no se siente al margen de lo que ocurre fuera de las fronteras del arte pero eso no impide a la creación italiana gozar de una autonomía que sólo puede explicarse por el peso de una tradición riquísima, de un saber hacer profesional y la existencia de un gusto y una cultura colectiva.

Que Giacomo Balla, Mario Sironi, Giorgio Morandi, Ferdinando Depero, Giorgio de Chirico, Marino Marini, Felice Casorati o Antonio Donghi son artistas importantes, que tienen épocas más o menos largas de gran interés, no es ningún secreto y ver sus obras reunidas, presentadas cronológicamente y asociadas a los movimientos con los que tienen afinidades es una oportunidad que merece el viaje pero eso no impide que parezca excesivamente sectaria la decisión de la comisaria de la exposición, Gabriella Belli, que cuenta el periodo de la inmediata posguerra a partir de una idea de tabula rasa que impide, por ejemplo, presentar fuera de su país la obra de Renato Guttusso, defensor acérrimo de la figuración, o Emilio Vedova, gran figura del informalismo abstracto. Belli, sin duda limitada por los museos que colaboran en la operación, ha preferido los antes citados Fontana, Burri y Manzini para representar el debate artístico italiano tras el hundimiento del fascismo. El neorrealismo, en todas sus formas, no encuentra pues lugar en la exposición. Sería más exacto que el título hablase de Italia nova 1900-1945 y 1957-1974.

Cuatro telas de Boccioni y Balla, hijas del impresionismo o, mejor dicho, del puntillismo, sirven para entrar en materia. A continuación ya nos topamos con el futurismo. Su manifiesto fundacional fue publicado en el diario francés Le Figaro, lo que no deja de parecer más significativo de lo que realmente es. Ese futurismo que se levantaba contra "la religión fanática, inconsciente y esnob del culto al pasado, alimentada por la existencia nefasta de los museos" va a perder sus burbujas subversivas en el tiempo que tardaron los artistas a ponerse "al servicio de". No querían sentirse solos, querían dar un sentido a su rebelión y Mussolini -como Stalin en el caso de los constructivistas rusos- va a encarrilar esa ingenuidad. El entusiasmo de las vanguardias por la terminología militar ya nos indicaba "por dónde iban a ir los tiros". El futurismo contribuirá a la imagen "revolucionaria" del fascismo, a dar argumentos a la derecha para respaldar a Mussolini, por fin reconciliada con el progreso, liberada de la obligación aristocrática o del exceso de sacristía.

La fiesta revolucionaria, la "re

construcción futurista del universo", con su esplendor geométrico y mecánico, duró hasta mediados los años veinte, pero la atención ya estaba puesta en otras operaciones, ya fuese la metafísica que según De Chirico permitía revelar el sentido oculto de las cosas "cuando las sorprendemos en su soledad misteriosa y fuera de contexto", es decir, el paraguas en la mesa de disección con un plus de clasicismo, ya fuese el redescubrimiento de los primitivos que en el caso de Carlo Carrà permite conectar de nuevo con Giotto, Masaccio o Uccello ¡a través del douanier Rousseau!

Gino Severino, que había andado "puntilleando" y "cubistizándose", recompone el mundo que había fragmentado para aterrizar en un nuevo clasicismo, mientras otros -Casorati, Cagnaccio di San Pietro- cultivan la "religión del misterio" o el Magischer Realismus, como lo llamaba Franz Roh mucho antes de que la fórmula se la apropiase un grupo de escritores latinoamericanos. Por su parte, la "sacerdotisa" Margheritta Sarfatti pondrá en pie un estilo o grupo Novecento que va a entroncar con los valores de la Roma imperial o, mejor dicho, con los "valores eternos". Sironi pinta una serie de obras maestras, más influidas por Picasso o el arte negro que por la nostalgia de Augusto, melancólicas, en las que las figuras solitarias aparecen ensimismadas en consideraciones sobre la forma de los objetos, y de Marino Marini podemos ver un bronce formidable, una relectura admirable de la escultura griega y romana. Se trata de un cuerpo masculino al que le faltan la cabeza y los brazos, y que, irónicamente sin duda, se titula Pugile. Descabezado y sin puños.

El recorrido por las salas del Grand Palais se cierra con un homenaje a Morandi, el pintor que, según De Chirico, "es un intérprete de gran lirismo que ha creado el último arte profundo que conoce Europa: la metafísica de los objetos cotidianos". Cada cual lleva el agua a su molino, pero Morandi permanecerá imperturbable a los remolinos que montan todos sus compañeros de generación, pintando una y otra vez, sin salir de su Bolonia natal, naturalezas muertas, una figuración minimalista que explora de manera sistemática distintas herencias -de Caravaggio a Cézanne- para desembocar en una reflexión sobre el carácter irreductiblemente personal de la percepción.

Italia nova. Une aventure de l'art italien, 1900-1950. Grand Palais. París. Hasta el 3 de julio.

'Autorretrato con su madre' (1921), de Giorgio de Chirico.
'Autorretrato con su madre' (1921), de Giorgio de Chirico.

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