Rezar a Judas
Desde niños, los profesores de religión nos enseñan a detestar a este hombre torvo, que en los cuadros de la Santa Cena siempre aparece relegado a una esquina del mantel y de cuyo cíngulo cuelga la bolsa de monedas que le hizo acreedor a dos mil años de odio. En el pueblo de Huelva donde yo pasaba las vacaciones de chico, se coloca una efigie del traidor en lo alto de una cucaña para que los mozos se distraigan probando la puntería con sus escopetas. La Semana Santa nos obliga a acordarnos de Judas: no sólo por las preceptivas películas de romanos, en las que el papel ha sido otorgado al actor peor encarado del reparto, no sólo por el relato lleno de olivos, espinas y llagas que vuelve a resonar en el eco de las iglesias. Aquí en Sevilla, Judas es protagonista de muchos pasos. Los imagineros han elegido para él, como no podía ser de otro modo, el perfil perverso de Shylock y un cabello que se encrespa sobre la frente angulosa; aparece siempre besando una mejilla o tratando de ocultar bajo el sayo un monedero hinchado. Sin embargo, tal vez por constituir la contrafigura del héroe, tal vez por hallarse dotado de rasgos y flaquezas verdaderamente humanos en un cuento en el que todos son transparentes y puros como el agua mineral, Judas ha tendido a despertar si no la simpatía al menos sí la comprensión de los lectores menos adocenados. En la más inteligente versión fílmica de la pasión que ha realizado Hollywood, la de Scorsese, Judas ejerce el papel de la cordura, el de la incomprensión y el desánimo, que es el que hubiera tocado de seguro a cualquier hijo de vecino implicado en aquella carnicería. Diez o quince años antes, un artista de signo y miras bien distintos a los del director italoamericano, Andrew Lloyd Weber, había elegido los ojos de Judas para asomarse al extraño drama que se conmemora cada primavera y, después de envolverlo en una malla con flecos y una nube de pelo afro, había puesto en su boca unas palabras que valen por una disculpa: "Jesús, no me interpretes mal, sólo quiero saber". Ambos largometrajes tienen vetada su emisión por las cadenas generalistas durante la Semana Santa.
Hace una semana, National Geographic presentaba al mundo un texto escrito en copto sobre papiro de 1700 años de antigüedad con el título de Evangelio de Judas. La flagrante falsedad de la autoría no es lo más llamativo: los eruditos saben desde mucho tiempo atrás que Juan, Lucas, Mateo y Marcos no son más que nombres postizos elegidos por cuatro manos que jamás rozaron la túnica del Nazareno. Lo verdaderamente interesante es que el documento parece haber servido de libro sagrado para una secta gnóstica de las muchas que abundaron durante los albores del cristianismo, y que dicha secta contempló en Judas no al miserable esquirol que condenan los curas, sino a un discípulo aventajado con una misión a su cargo que no podían realizar la abulia o el recelo de los once restantes. Ireneo de Lyon, azote de herejes, había catalogado ya en el siglo II a los miembros de la secta otorgándoles el revelador epíteto de cainitas, y acusándolos de tratar al traidor sin el desprecio que sus actos merecerían. En 1944, la fantasía intranquila de Jorge Luis Borges se había adelantado a las revelaciones de los historiadores; en un breve opúsculo de Ficciones, atribuye al teólogo imaginario Nils Runeberg la siguiente doctrina: "Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia: pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas". Los gnósticos no alcanzaron la audacia del teólogo de Borges y se conformaron con declarar que Judas fue el discípulo favorito del maestro y que la famosa venta no se produjo por codicia, sino respetando un plan previo: sólo ejerció como herramienta de la omnipotencia de Dios. Disquisiciones todas algo gratuitas y tediosas que no parecen apropiadas para una mañana de abril llena de luz como ésta, pero que sugieren una idea que orilla la inquietud: también el asesino, el violador y la metralla, también los réprobos tienen quienes les recen.
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