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Columna
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De la autoridad: Zapatero y Maragall

Josep Ramoneda

Hace algo más dos años, José Bono era presidente de Castilla-La Mancha y enredaba todo lo que podía con la esperanza de que Rodríguez Zapatero, que le había derrotado por la mínima en la elección a secretario general del PSOE, se pegara un tortazo que volviera a poner a su alcance el liderazgo socialista. Hoy, políticamente, José Bono sólo es el ex ministro de Defensa, y si algún día quiere regresar a la política tendrá que aceptar lo que Zapatero disponga. Y algunos a Zapatero todavía le llaman Bambi.

Cuando Zapatero nombró a Bono ministro de Defensa algunos se sorprendieron: qué necesidad tenía de premiar a quien le había estado segando la hierba. Zapatero sabía que la historia terminaría tal como la he descrito en el párrafo anterior. Zapatero en aquel entonces no tenía la autoridad incontestada que tiene actualmente sobre un partido con tantos estratos como el PSOE. Ahora, con el alto el fuego de ETA en la mano, ya no cuentan ni las baronías ni las corrientes. Tanto es así que incluso a Guerra ya sólo le queda el derecho al pataleo. Después de haber conducido exquisitamente, al decir de las diferentes partes, la comisión Constitucional del Congreso, ha dado la nota con unas declaraciones que, con el nivel de autoridad que tiene ahora, no son para el presidente ni un pellizco de monja. Y eso que los guerristas fueron decisivos en la elección de Zapatero como secretario general.

A diferencia de Rodríguez Zapatero, el presidente Maragall parece empeñado en una extraña estrategia que pretendería sacar rendimiento, por compasión, de la falta de autoridad

Dicen que la autoridad es continuidad: viene del pasado, porque en una institución se transmite de una persona a otra, pero es, sobre todo, capacidad de acción. Y la acción mira al futuro. El PP se ha pasado dos años con la fantasía de dividir a los socialistas a costa del Estatuto catalán. Seguramente ahora dirán que la salida de Bono y las palabras de Guerra son una prueba de una potencial rebelión a bordo contra Zapatero. Precisamente la salida de Bono demuestra lo contrario: que la página de la vieja guardia se ha pasado definitivamente en el PSOE. Y que ni siquiera el malestar de Felipe González con el Estatut ha tenido eco. Zapatero está en su apogeo y en política sólo se mira atrás en las horas bajas. Por eso el PP sigue colgado del aznarismo. Algún día, algún líder popular, cuyo nombre quizá ni siquiera conocemos, podrá mandar el aznarismo a la historia y podrá enviar a su casa al Bono de turno. Será que el PP vuelve a gobernar y que ya no tiene necesidad de mirar atrás. Así es la política, así son las leyes del ejercicio del poder.

Decía el sabio Etienne de la Boètie que la política es complicidad sin amistad. Esta historia es una de tantas muestras de ello. Como siempre, se ha intentado encubrir la cruda realidad con el recurso al eufemismo de la salida pactada y de la voluntad del presidente de que Bono vuelva pronto al primer plano. Pero la realidad es que Bono ya es sólo un ex ministro. Y que el Gobierno está hecho un poco más todavía a imagen y semejanza del presidente. El núcleo duro es el mismo: Zapatero-De la Vega-Rubalcaba-Alonso, sólo que ahora los cuatro están dentro. El resto lo componen el oyente Solbes, en funciones de administrador escrupuloso, el catalán, Montilla, y una ristra de figurantes. Zapatero se siente tan fuerte que ni siquiera aspira a que los ministros le hagan de parapeto: está dispuesto a que los tomates se los tiren directamente a él (o a Rubalcaba). Lo cual me parece peligroso sobre todo como síntoma.

La incontestable autoridad desde la que gobierna Zapatero contrasta con el estilo y las maneras de otro presidente, Pasqual Maragall. Si Zapatero desde que llegó al poder, llevado por la catarsis colectiva que siguió al 11-M, parece guiado por la idea de asentar cada vez más su autoridad y no ha dejado de dar pasos en esta dirección, el presidente Maragall, al contrario, parece empeñado en una extraña estrategia de psicología política que pretendería sacar rendimiento, me imagino que por compasión, de la falta de autoridad. Llegó lastrado por un resultado que no esperaba, perdió la gran oportunidad de demostrar quién mandaba cuando Carod se montó la historia de Perpiñán y desde entonces no ha tenido reparo en hacer gestos que pusieran en evidencia su falta de autoridad. Algunos ejemplos: La embestida del 3% en el debate del Carmel, que tuvo que envainarse porque no quiso o no pudo ir más lejos; la cesión del liderazgo en la negociación del Estatut, que permitió a Mas entrar por la puerta trasera; el intento de cambiar su Gobierno aun a sabiendas de que los partidos del tripartito no se lo permitirían, o la propuesta de votar las decisiones del Gobierno de la Generalitat que en vez de afirmar su autoridad y la unidad del Ejecutivo sólo podría servir para cuantificar sus desavenencias. Y, sin embargo, Maragall está ahí, e incluso no es imposible que repita. ¿Cuál es el secreto? Algunos tienen una interpretación psicologista que conectaría con algunos secretos del alma victimista de cierto electorado catalán. Maragall pondría voluntariamente en evidencia su falta de autoridad para señalar como culpables a los partidos que son instituciones muy desprestigiadas ante la opinión pública. Si el presidente no puede hacer determinadas cosas es porque los partidos, que son muy malos, no se lo permiten. No es culpa suya, por tanto. Que la ciudadanía pida explicaciones a estas pérfidas burocracias partidistas. El problema para Maragall es que ellos lo encumbraron y ellos pueden quitarle. El problema para la política catalana es que ni Maragall está en condiciones de imponerse sobre los tres partidos, ni los tres partidos de imponerse a Maragall. Y éste es el círculo en que está atrapado el tripartito. ¿Quién lo romperá?

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