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Cuando lo real no vale un real

Félix de Azúa

He aquí lo que escribía Philippe Labro en Le Monde del 24 de marzo, dentro de la entrevista con Tom Wolfe: "Vilipendiado por los Mailer, los Updike, los mandarines del mundo literario de la Costa Este, quienes, para hundirlo, decían que hacía 'periodismo' y no 'literatura' -'¡Como si hubiera alguna diferencia!'-, Tom Wolfe ha vivido el nacimiento del nuevo periodismo".

Lo refitolero de la prosa no impide entender que ese "¡Como si hubiera alguna diferencia!" lo profiere Tom Wolfe, pero lo asume Labro.

Dos días más tarde, en su entrevista a Eduardo Mendoza con motivo de la aparición de Mauricio o las elecciones primarias, Agustí Fancelli pone en boca del escritor el siguiente juicio: "Yo quería decir que la novela como pura ficción está muerta y bien muerta, que es hoy inviable si no establece un contacto y un contrato con la realidad, aunque esté planteado literariamente".

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Y más tarde: "La novela que se escribe hoy es medio ficción, medio periodismo, medio ensayo. El caso emblemático es Soldados de Salamina, una novela con personajes de ficción que es a la vez un reportaje periodístico y una investigación histórica".

Para Wolfe no hay diferencia entre literatura y periodismo. Para Mendoza la hay, pero se están superponiendo la una sobre la otra, bajo la implorante mirada de la historia, la cual lloriquea para que la dejen entrar. En todo caso, es evidente que la ficción avanza a toda máquina, sea porque el periodismo se hace literario y cambia de estatuto, sea porque la literatura asume el periodismo como algo propio. Aunque mejor que "literatura" sería decir "ficción". Ciertamente, lo que se expande es la ficción.

Un escritor antiguo no podía albergar duda alguna sobre la diferencia entre realidad y ficción, lo que no impedía que distinguiera también una realidad de los periodistas, otra de los historiadores y una tercera de los literatos. La realidad de los periodistas era efímera y buscaba un efecto político o jurídico. La de los historiadores, un poco más duradera, solicitaba la convicción del lector para suponerse un pasado. La realidad de la literatura era permanente porque mostraba el estado mismo de la lengua literaria y su capacidad para construir mundos imaginarios.

Dar cuenta del estado de la lengua literaria era la vocación, destino y pasión del escritor literario. A la manera de un botánico que pudiera describir la flora de un lugar al tiempo que la planta y la riega, el literato, incluso en las novelas, da cuenta de la lengua de un lugar al escribirla. Para lo cual no necesita recurrir a nada "que interese al lector" más allá de la lengua misma. Beckett, Celine, Faulkner, Ferlosio, Benet o Manganelli son modelos de este oficio del siglo XX.

El novelista actual, no obstante, tiene dudas sobre la pertinencia de una realidad literaria soberana. Mendoza lo dice con claridad: la novela tiene que establecer un contrato con la realidad periodística o histórica; en consecuencia, elige un contrato histórico (como Cercas) más que uno periodístico (como Wolfe) para su última novela. Sin embargo, ésta es una evolución que afecta más directamente al periodismo y a la historia que a la literatura.

Evidentemente, entre un hecho comprobable descrito por un periodista y un hecho ficticio descrito por un literato, hay una diferencia, pero es una diferencia irrelevante frente al hecho definido jurídicamente o descrito científicamente. La realidad literaria, periodística e histórica forman parte de la misma familia, son primos hermanos. La realidad jurídica y científica pertenece a otra familia genéticamente distinta, la familia de la realidad que funda todas las realidades.

Por tanto, lo que Mendoza y Wolfe afirman y lo que practican Cercas, Vidal Folch o Vila Matas es, en todo caso, el triunfo de la ficción histórica y periodística, las cuales se han añadido a la ficción literaria con toda legalidad. Es la mengua del periodismo y la historia como relatos más reales que los literarios, aunque sea a costa de que los literatos renuncien a su realidad más substancial.

Para nuestra sociedad, que es la que decide lo que lee como real y lo que rechaza como ficticio, no hay apenas diferencia entre la realidad literaria, la perio

dística (lo que desespera a profesionales como Arcadi Espada) y la histórica (cada vez más dependiente de la urgencia política). En cada caso, sólo la intervención de los jueces (pleitos por calumnias) y de los científicos (denuncias de fraude) puede cambiar el signo de la realidad descrita. Eso no quiere decir que no subsistan escritores que se atengan a lo propiamente literario (Ferrer Lerín), periodistas que traten de ser objetivos (Kapuzinsky) o historiadores respetuosos con la objetividad (ni idea). Cada vez menos, seguramente.

Que las sociedades actuales tienden a no distinguir entre diversas ficciones de lo real se debe, seguramente, no a un exceso de credulidad, sino a un bombardeo de ficciones reales llamadas "publicidad y propaganda" que dura ya más de cien años y que ha erosionado de modo irreparable nuestra capacidad para separar lo real de lo ficticio. Cargados de aparatos eléctricos, estamos volviendo al siglo XII cuando no había diferencia ninguna entre lo real y lo ficticio.

Evidentemente, por "publicidad" hay que entender, además de la que sirve para obligar a la gente a gastar su dinero en lo que convenga a las grandes compañías, aquella otra que ordena tener por real la información que beneficia a las autoridades, como ese Consejo Audiovisual que los políticos catalanes han impuesto a sus dóciles periodistas.

El filósofo Slavomir Zizek lo ha visto con toda claridad, aunque sin percatarse, y lo exponía del siguiente modo en una entrevista publicada en el último Babelia de marzo: "Si un fármaco puede hacerme más valiente, más lúcido y más generoso, ¿en qué queda la ética?".

¡Pues anda que la legalidad! ¿Quién puede condenar (o premiar) a alguien que lleve un psicotrópico en el cuerpo desde su nacimiento? Y sin embargo, ese fármaco lo llevamos ya todos inyectado en vena desde niños y se llama "publicidad y propaganda". Luego insiste en su lúcida ceguera: "Hoy es posible implantar un chip en un ratón y teledirigirlo. Obviamente, será posible hacer lo mismo con un ser humano. (...) ¿Cómo experimentará ese ser humano el control remoto? ¿Tendrá consciencia de que le controla una fuerza exterior? ¿Creerá ser él mismo el emisor de las órdenes? Me inclino por la segunda hipótesis, (...) se sentirá libre".

¡Cómo no va a ser así, si ese chip ya lo llevamos implantado, le obedecemos sumisamente y por supuesto creemos ser libres! Ese chip es el que permite a Zizek, profesor de filosofía ficción (como Baudrillard o Sloterdijk), escribir excelentes libros que vienen a ser novelas con contrato filosófico; periodismo con contrato científico; historia ficción; ciencia poética... pero, sobre todo, publicidad y propaganda. Más de un laboratorio estará pensando en contratarlo.

El chip exige que nuestras ficciones parezcan reales y que nuestras realidades parezcan ficticias, lo que ha ampliado enormemente el campo de lo ficticio. Finalmente, los anuncios son el único género artístico sin la menor relación con lo real que se mantiene como género único, soberano, sin contratos y sin concesiones.

(A la hora de concluir este artículo aparece en Francia el primer número de Philosophie Magazine, una revista muy bien ilustrada que desea: concilier philosophie et journalisme, según su director, Alexander Lacroix. Le deseamos muchos años de vida).

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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