La última frontera de Europa
La posibilidad de convivir con la inmigración de origen musulmán se pone a prueba, tras la crisis de las caricaturas, en Suecia, máximo exponente del Estado de bienestar
Cuando alguien piensa en un gueto, no piensa en un lugar como Rinkeby. Es un suburbio situado a poco más de un cuarto de hora al norte de Estocolmo en el que su plaza, llena de locales comerciales, su moderna biblioteca pública y sus incontables antenas parabólicas entre los bloques de viviendas le confieren un aspecto próspero, muy diferente al que cabe esperarse de una barriada marginal. Sin embargo, de acuerdo con los parámetros de Suecia y con las particularidades del conflicto social que aquí se vive, Rinkeby no sólo es un gueto, sino el peor ejemplo de una política de inmigración que ahora, todavía bajo los efectos de la crisis de las caricaturas de Mahoma en la vecina Dinamarca, empieza a cuestionarse.
El Gobierno sueco trató de mantenerse al margen de la crisis de Dinamarca, incluso le dio un poco la espalda
Los suecos se muestran tolerantes en las encuestas, pero los hijos de inmigrantes no se sienten aceptados
Si los jóvenes musulmanes no se sienten involucrados, toda Europa fracasará con Suecia
Para preservar el modelo sueco hace falta que los musulmanes se comprometan en su defensa
La mayor parte de los musulmanes de Suecia está en paro y vive de los subsidios del Estado
Rinkeby es una de las barriadas levantadas en Suecia entre mediados de los años sesenta y setenta dentro de un proyecto estatal destinado a construir viviendas para un millón de inmigrantes y que se conoce genéricamente como el Programa Millón. Como en otros suburbios similares, más de tres cuartas partes de la población de Rinkeby son inmigrantes, casi la totalidad cobran algún tipo de subsidio del Estado y más del 70% están desempleados. Hasam, un muchacho de 15 años sentado junto a un grupo de amigos en McDonald's, confiesa que, desde que tiene uso de razón, no ha visto jamás trabajar a su padre, procedente de Siria. Él mismo, que ahora realiza estudios gratuitos de enseñanza secundaria y es sueco de nacimiento, duda mucho de que pueda llegar a cumplir su sueño de ser piloto. "No creo que los suecos vayan a contratar a un piloto de este color", dice, frotando con sus dedos la piel morena de su mano; "quizá en el extranjero".
Las sospechas de Hasam se corresponden más con un estado de opinión bastante asentado entre los hijos de inmigrantes o inmigrantes de segunda generación, especialmente los de origen musulmán, que con las cifras que ofrecen las encuestas sobre la actitud de la población sueca frente a los extranjeros. El Eurobarómetro de 2003 otorgaba a Suecia una posición de privilegio en lo que se refiere a aceptación del multiculturalismo y de la inmigración. Según ese estudio, sólo el 14,64% de los suecos mostraba "resistencia a los inmigrantes", los que menos de Europa, en contraste con un 50,24% de los españoles, un 37,8% de los alemanes o un 87,48% de los griegos.
Que Suecia es un país tolerante y generoso con los extranjeros es casi la letra de su himno nacional, un tópico tan conocido como la crudeza de su invierno. Pueden dar fe de ello los miles de latinoamericanos que en los años setenta encontraron cobijo aquí huyendo de las dictaduras militares en sus países. Pero también es cierto que, así como en lugares como Rinkeby cualquier visitante se siente en una torre de Babel de lenguas y razas -el director de una de las principales escuelas del barrio asegura que sólo 15 de sus 400 alumnos hablan sueco en casa-, no es frecuente la presencia de inmigrantes entre los barrios más lujosos de Estocolmo ni en los principales cargos de responsabilidad de las empresas. Sus reductos laborales suelen ser el taxi y los pequeños restaurantes. Zanyar Adami, el joven director de origen kurdo de la revista Gringo, bandera de una actitud contestataria de parte de los inmigrantes de segunda generación, recuerda que su padre, que es economista, trabaja como taxista, y que él mismo empezó a ser periodista tras publicar un artículo de queja en el diario Dagens Nyheter por habérsele prohibido la entrada a una discoteca debido al color de su piel. Gringo se ha convertido en buena medida en el reducto de aquellos que reclaman, más que subvenciones, una política de igualdad de oportunidades para los inmigrantes. No exentas de cierto victimismo, las páginas de Gringo exaltan el orgullo del origen de sus columnistas y tratan de castigar las sensibles conciencias suecas.
En cierto modo, Gringo es el ejemplo de que ha enraizado en la sociedad un sentimiento de exclusión de los inmigrantes, una impresión de que el país se ha convertido en una jaula de oro perfectamente oculta por un discurso políticamente correcto que en Suecia es cultura nacional. Es lo que Mauricio Rojas, un influyente diputado del opositor Partido Liberal y refugiado chileno, llama "el país de la exclusión bien pagada".
A diferencia de lo ocurrido en los últimos años en Dinamarca, en Suecia se impone una tradición de evitar la discusión pública sobre los asuntos que son susceptibles de dividir a la sociedad. El tema de la inmigración, por ejemplo, se ha excluido hasta ahora del debate político. En Dinamarca, la reciente crisis provocada por las caricaturas de Mahoma tiene su origen, en realidad, en la irritación de la comunidad islámica danesa por el giro propiciado en materia de inmigración por el actual Gobierno conservador danés.
Suecia ha tratado de vivir la crisis de las caricaturas danesas un poco a la sueca. Este país, que forjó una tradición en su política exterior al conseguir convivir tanto con el nazismo como con el comunismo, intentó desde el principio guardar una prudente distancia con su vecino danés. Aunque las declaraciones oficiales fueron de apoyo a Dinamarca y algunas de las oficinas suecas en países árabes fueron igualmente atacadas, los funcionarios suecos atribuyen en privado cierta responsabilidad al Gobierno danés por lo ocurrido. En Suecia, sólo un periódico, el conservador Expresen, publicó las caricaturas. Y, según denunció la oposición, el Gobierno ejerció presión sobre la empresa servidora de la página web del partido ultranacionalista Democracia Sueca para que la cerrase al público tras haber difundido los dibujos de Mahoma. Como consecuencia de ese escándalo, el 21 de marzo tuvo que presentar su dimisión la ministra sueca de Relaciones Exteriores, Laila Freidval.
La irrupción del terrorismo y el radicalismo islámico como gran desafío mundial ha cambiado la forma en que Suecia encara el fenómeno de la inmigración y convierte a la experiencia en ese país en doblemente interesante para el resto de Europa. En alguna medida, el modelo sueco, que resistió a la invasión nazi y a la guerra fría, es sometido ahora a su prueba más difícil. El modelo de sociedad más tolerante del mundo se ve obligado a convivir con una comunidad entre la que algunos de sus miembros predican el retorno a valores medievales. Suecia es, quizá, la última oportunidad de comprobar si esa convivencia es posible en Europa.
Es difícil precisar el número de musulmanes que viven en Suecia, puesto que nunca se ha elaborado un censo basado en convicciones religiosas. Se calcula, no obstante, que la cifra puede oscilar entre los 200.000 y los 400.000. De acercarse a esta última cantidad, significaría que, en una población total de nueve millones, Suecia tendría uno de los porcentajes más altos de musulmanes de Europa. La mayor parte de ellos llegó en el periodo más difícil para la economía del país: entre 1985 y 2005, Suecia aceptó medio millón de inmigrantes (en su mayoría, de países musulmanes), mientras que el número de puestos de trabajo se redujo en 40.000. Casi todos esos inmigrantes (o refugiados, como suele decirse en el léxico oficial sueco) fueron a engrosar las listas de desempleados, y sus hijos, como hemos visto antes, pasaron a convertirse en jóvenes frustrados que reclaman igualdad de acceso a la sociedad sueca. Esa frustración, mezclada con los sermones incendiarios de algunas mezquitas, da lugar a la preocupación que, todavía de forma discreta, se aprecia en la sociedad sueca.
La policía no reconoce aún una amenaza grave de actos violentos en Suecia, aunque el Gobierno admite que los servicios de inteligencia controlan las prédicas de algunos lugares de oración. En octubre del año pasado, un joven de 19 años nacido en Suecia, Mirsad Bektasevic, fue detenido en Sarajevo en un piso en el que se encontraron explosivos y otro material para la ejecución de un atentado suicida. La revista sueca Fokus elaboró el mes pasado un estudio en profundidad sobre la comunidad islámica sueca en el que afirma que, aunque la gran mayoría de sus miembros son personas moderadas que asumen con naturalidad los hábitos de vida en Suecia, los cuerpos de seguridad han detectado algunos grupos más radicales que suelen recibir visitas periódicas de algunos imanes integristas de otros países de Europa o de Oriente Próximo.
Mahmud Aldebe, presidente de la moderada Asociación Islámica de Suecia, reconoce que en su comunidad hay algunos jóvenes de creencias antidemocráticas, y relaciona ese hecho con la segregación silenciosa que se practica en la sociedad sueca. "Esos jóvenes", explica, "se han formado aquí, oyen las críticas al islam por parte de los medios y de los amigos. Más tarde no se les da empleo, van a las empresas pero no se les acepta porque tienen nombres musulmanes, buscan 100 trabajos sin obtener ninguno. Sienten que pierden el tiempo y que los estudios no les sirven de nada. Luego hablan con otros jóvenes en su misma situación y es cuando adoptan esas posturas radicales. Luego, gente como Bin Laden se convierte en estrella, en un ídolo, porque se ha revuelto contra Occidente".
Todo este debate se lleva todavía con extraordinario sigilo en Suecia. Todavía sólo un 29% de la población confiesa en una encuesta de Fokus que observa a la comunidad islámica "con ojos distintos" después de los atentados ocurridos en Europa. La sociedad tiene miedo de lo que ese problema puede generar y la clase política tiene miedo de saber lo que la población piensa al respecto. Pero, después de la crisis de las caricaturas, va a ser difícil taparlo por más tiempo.
Como opina Mauricio Rojas, "después de las caricaturas está cambiando el concepto de la inmigración". "Mucha gente se ha dado cuenta de que los musulmanes son una minoría en Suecia, sí, pero una minoría con el apoyo de mil millones de personas en todo el mundo y quizá veinte millones de fanáticos. Mucha gente se ha dado cuenta de que, para esa minoría, el imán puede ser más poderoso que el primer ministro".
Pero ¿cómo hacer frente a esa situación? ¿Es compatible la preservación de los valores del modelo sueco con una actitud de firmeza ante algunos de los propósitos de la comunidad islámica? Para Rojas, no sólo es compatible, sino imprescindible para preservar el modelo sueco, desarrollar "una política de responsabilidad entre la comunidad islámica que permita saber quiénes son los amigos y quiénes los enemigos". Pero Rojas, pese a ser muy respetado y conocido, es un outsider en la política sueca, incluso dentro de la coalición conservadora que aspira a arrebatarle el Gobierno a los socialdemócratas el próximo mes de septiembre con políticas más próximas a la ortodoxia de pensamiento tradicional sueco.
La ortodoxia exige la defensa del modelo sueco, tenido, con mucha razón, como orgullo nacional. Aunque se admite que serán necesarios algunos ajustes. "Hay que discutir otros modelos, conocer otras políticas de inmigración, pero no vamos a eliminar, por ejemplo, los beneficios sociales para obligar a la gente a trabajar. Afortunadamente, en Suecia no hay ningún partido que explote el malestar actual y no hay ninguna necesidad de tocar ese punto neurálgico de nuestro modelo", opina Olle Svenning, jefe de Opinión del diario de orientación socialdemócrata Aftonbladet.
El ministro sueco de Integración, Jens Orbach, considera que "el modelo sueco está basado en la igualdad, igualdad de clase, igualdad de sexos, y eso mismo tenemos que aplicar a la integración. Hay que conseguir una fórmula de integración en la que se preserven los principios de la libertad de expresión, libertad de religión y respeto a los derechos humanos". "Es cierto", añade el ministro, "que existe una minoría que está en contra de estos principios, pero precisamente por ello hay que apoyar a los moderados".
Orbach reconoce que "se está produciendo una radicalización entre los jóvenes musulmanes", y admite también que la falta de empleo contribuye a crear el clima de frustración que justifica ese radicalismo. Pero, en su opinión, "en términos generales, el sistema de mercado de trabajo y compensaciones sociales en Suecia todavía es muy positivo para los inmigrantes". El ministro sueco estuvo el pasado mes de febrero en España para discutir con el ministro del Interior español, José Antonio Alonso, las políticas de inmigración de ambos países, y llegó a la conclusión de que "ese mercado de bajos salarios que existe en España" no es todavía aplicable a Suecia.
El Gobierno sueco, según Orbach, entiende su modelo de integración como "una especie de contrato social" con los inmigrantes, mediante el cual éstos reciben subsidios -puede llegar a ser de 1.500 euros al mes para una familia con dos hijos- y "a cambio tienen que cumplir con su parte, que es el respeto de los valores suecos".
P. M. Nilsson, director de las páginas de Opinión de Expresen, recuerda como ejemplo de que ese respeto no siempre se da y de que hay muchas cosas que ajustar en la política sueca, un caso que estremeció al país en 2002: una mujer turca de origen kurdo de 26 años fue asesinada por su padre, que quería obligarla a un matrimonio con un hombre de su misma religión. Nilsson dice que, en aquel momento, muchos medios de comunicación se resistieron durante días a mencionar el origen de la víctima con el pretexto de no culpabilizar a todo un colectivo, mientras que el Gobierno se negaba a aceptar la realidad de que los principios del multiculturalismo no son aplicables cuando está en juego la vida de las mujeres. "El caso fue la primera llamada de atención seria de que no se puede mirar permanentemente para otro lado", afirma Nilsson. Este periodista reconoce que resulta muy difícil abordar ciertos problemas como los de la inmigración sin que alguien no se sienta agredido. Pero también cree que existe un margen para una actuación más decidida, "igual que la sociedad sueca supo hacer frente en su momento al auge del movimiento neonazi, que hoy está prácticamente extinguido, porque se entendió que era un ataque al modelo sueco".
Nisha Besara es, probablemente, un buen ejemplo de las contradicciones a que se enfrenta el modelo sueco. Asesora en el Ministerio de Integración hasta hace poco y ahora con un cargo directivo en el periódico Aftonbladet, Besara es una firme defensora del modelo sueco y partidaria de que se mantenga la generosidad de su Estado de bienestar. "A mí no me preocupa nada", explica, "que los inmigrantes musulmanes vean Al Yazira con sus antenas parabólicas siempre que estén bien integrados en esta sociedad". Para Besara, nacida en Siria, pero ciudadana sueca, ése es el problema central al que hace frente este país: la verdadera integración. "El grupo de riesgo es aquel al que no se le permite integrarse", afirma. Ella misma, en muchas ocasiones, se siente discriminada por el color de su piel. "Cuando estoy en Siria me siento sueca; en Italia, en Francia, en cualquier lugar del mundo me siento sueca, menos en Suecia", confiesa.
Las quejas que menciona Nisha Besara han sido definidas por algunos círculos de la intelectualidad sueca como "discriminación estructural". Mauricio Rojas y un grupo de liberales que le acompañan en su particular cruzada atribuyen los problemas más bien a la falta de oportunidades que hacen que los inmigrantes desempleados pierdan el respeto a sí mismos y, en última instancia, a la sociedad que un día les dio cobijo y asistencia. Rojas habla de que los excesos del Estado de bienestar han adormecido los sueños de los jóvenes a un futuro mejor y éstos buscan refugio en el extremismo.
Los pronósticos no anuncian un rápido final del, durante décadas envidiado, modelo sueco. Pero sí es cierto que la Suecia de hoy refleja como nadie la paradoja de que un exceso de prosperidad puede reducir el impulso creativo. El caso puede resultar particularmente grave por cuanto Suecia es, probablemente, la última oportunidad de ese Estado de bienestar en su concepción más pura. Suecia es, quizá, lo máximo que Europa puede exponer al mundo en cuanto a su capacidad para hacer felices a sus ciudadanos. Si fracasa allí el experimento de convivencia con los jóvenes musulmanes, no porque éstos no conozcan y disfruten los beneficios de esa sociedad, sino simplemente porque no se sienten o no quieren sentirse parte de ella, toda Europa perderá con Suecia.
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