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DON DE GENTES
Columna
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El señor Roca

Elvira Lindo

"LA CULTURA del pelotazo". Ésta es probablemente la frase más fea que ha inventado el periodismo español. El que la inventó debe estar satisfecho porque probablemente haya sido quien más haya contribuido a que se llame cultura a cualquier cosa. La cultura del pelotazo. Yo la viví de cerca, y no precisamente desde el mundo de la cultura, no, yo estaba inmersa en el pelotazo propiamente dicho. El pelotazo me dio a mí en plena cara. Primero, en la radio pública, en esa época en la que los políticos llevaban trajes desestructurados, con hombrera y mangarranglán, y tenían la nariz de un sumiller y los labios siempre a punto para chupar la cabeza a un langostino. Luego, en la tele privada, donde los ejecutivillos de nueva onda se pasaban la mano por la nariz veinte veces al día para limpiarse los restos de polvillo blanco o para presumir delante del personal subalterno de que tenían restos de polvillo blanco, según. Esos ejecutivillos habían sido rojos diez años antes, pero como ahora eran de la cultura del pelotazo solían llamar cutre a cualquiera que viviera en un barrio de la periferia. Aquellos ejecutivillos, ex marxistas-leninistas, fueron pioneros en eso de ir pegados al móvil por los pasillos y convirtieron la tele en un gran culo. La cultura del pelotazo, como casi todas las culturas que a mí me han pasado por encima (que han sido todas y hasta hoy, mire usté), se caracterizaba, como casi todas las culturas imperantes, en que no podías disentir ni rechistar: si rechistabas eras un antiguo, un progre revenido o un sindicalista. Esto último era lo peor de lo peor. Lo moderno era el pelotazo. A los del pelotazo les fascinaban los horteras, siempre y cuando fueran horteras con dinero, evidentemente. Les fascinaba, por ejemplo, Gil y Gil. Le consideraban un gran comunicador, que es otra expresión que se puso de moda en la época de la cultura del pelotazo. Aquello de llamar presentador al presentador se había quedado pero que supercutre, mira. Veinticinco ejecutivillos o más se estrujaron el cerebro a fin de inventar el programa adecuado para Gilygil, ese gran comunicador. Y lo encontraron. Don Jesús salía en bañador, inmenso en carnes como Tony Soprano, pero sin esa boca de Galdonfini que cualquier mujer normalmente constituida quisiera besar. Gilygil presentaba su programa desde un jacuzzi marbellí rodeado de unas señoritas a las que les flotaban los pechos como si fueran boyas en alta mar. Aquello de que la bañera fuera redonda era el colmo del doble sentido sexual, y a nuestro hombre le venía de perlas porque Gil tenía ese toque verderón de la época de la cultura del destape (otra cultura), y al ejecutivillo moderno le parecía lo más reivindicar esa parte tan injustamente denostada de nuestra cinematografía. La lectura subliminal de la forma de la bañera es que aquel tío tan castizo, tan llanote, si quisiera podía ventilárselas a todas. El show, si mal no recuerdo, se llamaba Y tal y tal. Viva el ingenio. Yo (concretamente), y otros tres tontos como yo, andábamos por los pasillos de la tele como si fuéramos fantasmas de otra época, conscientes de nuestro anacronismo. Porque aquélla era la época en que por narices había que reírle las gracias a Gil, la época en que se le defendía como el bruto pero noblote que había limpiado Marbella de chusma. "¡Chusma, chusma!", como decía el Chavo del Ocho. La época en que tantos periodistas eran invitados a fines de semana, a cenorros, a fiestas. La época en que los más honrados fueron extorsionados. La época en que un hotel de lujo bautizó una suite con el nombre de Camilo José Cela y que el premio Nobel presidió unas jornadas de aquel bien llamado sindicato del crimen. La época en que al señor del jacuzzi le dedicaban programas entrañables del tipo Ésta es su vida para que parientes y amigos demostraran que tras esa fachada de hombre bruto había efectivamente un hombre bruto. Fue la época en que gran parte de aquel pueblo votó al señor del jacuzzi. Así es la democracia. La gente, mayoritariamente, es capaz de votar a un señor que sale en la tele en un jacuzzi y tal y tal. Claro que no es que la gente de Marbella sea especial, para nada. La gente también es capaz de hacer presidente de un país a un tío que desaparece un mes para hacerse un trasplante de pelo y luego reaparece con un pañuelo en la cabeza. La gente es capaz de hacer gobernador a un individuo que llegó al cine a través del culturismo (la cultura del cuerpo, otra). La gente es capaz de reelegir a George Bush. La gente es capaz de hacer concejala a una tía que se ha puesto en los labios dos salchichas purlom y que se harta de gritar como una ordinaria en un programa nocturno de la tele. Cómo se puede votar a una tía que habla con dos salchichas. Salchichas como labios, que diría el poeta. Luego dicen que la estética no importa. Si la estética no miente, lo revela todo. La estética es la verdad. Ahí ha estado el pastel estos años a la vista de todo el mundo: el helipuerto de los cinco euros, las caballerizas, el miró adornando bañera del señor Roca, el oso disecado, el oso vivo, los Rolls y, por Dios bendito, ¡los mozos de las caballerizas uniformados!, que es como el colmo de la nuevorriquez. Aquel lugar común de "a la gente, cuando le tocan el bolsillo se rebela...". Mentira. La gente. La gente puede ver cómo se lo llevan crudo y sentir orgullo delegado, hasta admiración. Lo raro es que no se llevaran más porque han tenido tiempo, votos, éxito de crítica y público. Digamos que ellos han actuado dentro de la lógica del sinvergüenza, han hecho su trabajo. Pero, ¿y la gente votándoles? Ahí sí que me rallo, ¿ves tú?

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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