_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Cautela?

Un comunicado de ETA convulsionaba el devenir laboral del pasado miércoles. En él se establecía un alto el fuego y despertaba de nuevo una luminosa esperanza entre los vascos. Tanto el comunicado del 22 de marzo como el subsiguiente del día 23 albergaban fraseos que podían alentar esa esperanza: el consolador adjetivo "permanente" vinculado al alto el fuego, la ausencia de condiciones previas, una general modestia en el tono de ambos documentos (especialmente en el primero) desconocida en los textos de ETA, que siempre se han caracterizado por la soberbia y la falta de medida. Todo apunta a la confirmación de una razonable expectativa. No es la primera vez, sin embargo, en que el conflicto vasco alumbra expectativas que luego se ven dinamitadas con estrépito. Y ésa es la razón por la que, si alguna palabra se ha aireado durante los últimos días, esa palabra ha sido "cautela". Cautela piden políticos, periodistas, obispos e intelectuales; la piden sindicalistas, empresarios y escritores. Todo el mundo cobijado bajo la cautela, por lo que pudiera pasar.

Y sí, sin duda hará falta cautela. La necesitarán, sobre todo, los directamente implicados en esos contactos que ya se han producido y que se intensificarán en el futuro. Pero al margen de la absoluta necesidad de ser prudentes en el desarrollo de esa labor, uno no entiende a qué viene, en otros ámbitos, tanta proscripción del optimismo, tanto empeño en ahogar la mera exposición de la esperanza. Uno no entiende por qué la gente de la calle, la ciudadanía que se levanta cada día, y la emprende con su trabajo, y ama, y se enfada, y cría niños, y va achicando hipotecas, y descansa cuando y como puede, debe privarse del gozo de esa expectativa y de verla crecer. No se trata de apostar por una versión irresponsable del deseo ni hacer de la colectividad un rebaño de seres inconscientes, pero sí de prohibirnos la cicatería, la reserva mortificante, la enfermiza inclinación a resguardarnos del fracaso.

Porque situaciones como la que vivimos con la declaración del alto el fuego exigirán mucha cautela, pero, puestos a hablar tanto de ella, ¿por qué ese empeño en imponerla sólo a los optimistas? ¿Por qué no muestran ninguna cautela los aguafiestas, los agoreros, los inoportunos, los profesionales de toda laya que han prosperado a la lumbre acogedora -y rentable- del sempiterno conflicto del paisito? Tengan cautela los políticos dispuestos a trabajar para que las cosas vayan bien, pero que también hablen, por favor, con más cautela los que están incómodos con el nuevo paisaje y ya han empezado a navegar en contra de los buenos vientos. A ver si la cautela se les empieza a exigir también a los reventadores. Que obren con cautela los que buscan el fracaso. Que obren con cautela los que no paran de hablar de precios políticos, sin recordar los numerosos precios políticos que la democracia pagó en una Transición de infausto recuerdo y que acaso ellos mismos se cobraron. Que empiecen a practicar la cautela, de obra y de palabra, aquellos a los que el alto en fuego les quema las entrañas.

¿Cautela? Carguen hoy con la cautela los agoreros del infierno, los que se apresurarán a pronunciar un "yo ya lo dije" el día en que decaiga la esperanza. Y entretanto que nos dejen a los demás disfrutar un poco de ella, mientras se alargan los extremos de las playas y los días se vuelven luminosos. Lo que necesita la atormentada ciudadanía de a pie son menos cautelas y más botellas de champán como las que se descorcharon sin recato, sin vergüenza ninguna, con embriagadora inocencia, el pasado miércoles en el Ayuntamiento de Donostia. Ya vale de tantas cautelas: sea esto la conquista de un futuro en paz o sea apenas un pacífico fin de semana, nos lo hemos merecido.

Tenemos derecho a una puñetera muesca de esperanza. La cautela, para los profesionales de la política, en sus variadísimas facetas, en sus arduos negociados. Y más cautela, sobre todo, para los que, sin prudencia, ya se lanzan a cargarse la paz.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_