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Una paz sin pelotazos políticos

Daniel Innerarity

Si es ilegítimo el uso de la violencia para conseguir objetivos políticos, también lo debe ser pretenderlos a través de su cese. No tendría ningún sentido que la voluntad de la sociedad fuera forzada ahora de otra manera, por ejemplo, con la amenaza implícita de quienes sólo habrían abandonado el uso explícito de la violencia pero continuaran ejerciendo una tutela sobre la sociedad, o con el oportunismo de quien espera alguna ganancia que no podría conseguir mediante procedimientos estrictamente democráticos.

Me parece que es oportuno recordar estas cosas a las puertas de un proceso de paz, porque son tantas las ganas de acabar con la violencia que podríamos estar poco sensibilizados hacia otras formas de imposición más sutiles pero igualmente inaceptables. Las circunstancias que acompañan al abandono de la violencia, el conjunto de expectativas que suscita, las nuevas posibilidades que ofrece, hacen que el proceso que se abre tras el final de la violencia sea un momento especialmente abierto, delicado y confuso, que debe abordarse sin olvidar aquellos mismos principios que sostuvieron el combate de la sociedad contra el chantaje terrorista. Los cambios de función generan siempre un desconcierto que induce al ventajismo en todos los actores políticos. Son momentos propicios para el "pelotazo" político, que consistiría en obtener algún beneficio que sería impensable en otras circunstancias. El terrorismo lo emponzoña todo, hasta el punto de que incluso el momento de su desaparición ofrece posibilidades para alterar lo que sería una confrontación política normalizada. Si hay quien parasita del terrorismo y hasta del antiterrorismo, tampoco faltan quienes esperan de su desaparición lo que no podrían conseguir en un contexto de violencia expresa. Y ya se sabe que en materia de tentaciones los seres humanos, también incluso los políticos, suelen ser especialmente imaginativos.

Los primeros aspirantes a beneficiarios del cese de la violencia son quienes la han practicado pero no terminan de aceptar algo elemental: que el final de la violencia es también el final de la coacción que supondría la amenaza de volver si lo acordado por los agentes políticos no coincide con lo pretendido por la organización terrorista. Un proceso de paz que no hiciera valer desde el principio la libertad frente a dicha tutela arrojaría siempre una sospecha de ilegitimidad sobre sus resultados. A los agentes políticos les corresponde cerciorarse de que ETA pone en marcha un proceso de paz y no un proceso para conseguir sus objetivos políticos de otra manera.

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Las posibilidades de alterar en beneficio propio el proceso de paz son también una tentación para el nacionalismo en su conjunto, aunque sólo sea por el simple hecho de que no es previsible que, en las actuales circunstancias, una revisión del autogobierno tuviera como resultado su detrimento. Por eso es necesario que las eventuales reformas del marco jurídico-político no sean condicionadas, ni puedan ser siquiera consideradas como consecuencia de la amenaza de ETA. Sería democráticamente inaceptable que algo tan deseable como el avance en el autogobierno pudiera atribuirse a la presión de una amenaza violenta o incluso al deseo de ponerle punto final. Una falta de legitimidad que abriría nueva herida donde quería cerrarse otra.

Pero no acaba aquí el repertorio de la oportunidad que puede transformarse en oportunismo. Otra ganancia inconfesable que cabe conseguir en medio de este delicado proceso atañe a las expectativas de la oposición, que podría ejercer sobre el Gobierno una presión incomparable a cualquier otra en condiciones de una confrontación democrática normal. Puede resultar una perspectiva irresistible pero tiene el inconveniente de que, si fracasa, se llevará consigo por mucho tiempo todas las posibilidades de conquistar el poder mediante los procedimientos habituales; pero si tiene éxito, sería aún peor a efectos de legitimidad democrática. Si es malo servirse de la paz, todavía es peor beneficiarse de lo contrario, de que la paz se haya truncado.

Una última manera de aprovecharse ilegítimamente del proceso de paz puede embaucar a quienes han de gestionarlo directamente. Es cierto que la sociedad reconocerá y premiará a quien lo conduzca con acierto, pero también lo es que se trata de asunto de tal com-plejidad que nadie puede dirigirlo en exclusiva. Quien pretenda el protagonismo absoluto ha de saber que se cierra el paso a compartir los riesgos y las responsabilidades. El liderazgo de un asunto tan complejo pone a prueba la capacidad para implicar a otros y movilizar a los diversos actores en favor del resultado final.

Para dificultar el paso a los ventajismos que pondrían en peligro una paz verdaderamente democrática, no veo otra solución que distinguir bien las "dos mesas" e impedir que se mezcle la resolución del conflicto violento con la discusión acerca de las cuestiones políticas. Y probablemente forme parte de esa diferenciación una cierta separación también en el tiempo. Se trataría de que la primera cuestión estuviera encauzada para poder dar lugar a la segunda con todas las garantías de legitimidad democrática. Pero esa segunda discusión no debería ser dilatada excesivamente, lo que generaría una nueva sospecha de ilegitimidad: que la violencia (en este caso, la violencia "reciente") sirviera entonces de excusa para retrasar arbitrariamente una revisión del autogobierno a la que la sociedad vasca tiene también derecho frente a los monopolizadores de su voluntad.

Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, es premio nacional de Ensayo 2003 por su libro La transformación de la política y premio Espasa de Ensayo 2004 por La sociedad invisible.

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