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Reportaje:El futuro de Euskadi

De la ofensiva total al principio del fin

ETA ha pasado en una década de tratar de desbordar al Estado a buscar una salida a la violencia

"Nuestra estrategia político-militar ha sido superada por la represión del enemigo contra nosotros". Sólo un reputado paladín del coche bomba como Francisco Mujika Garmendia, Pakito, podía realizar un diagnóstico tan crudo de la situación de ETA en agosto de 2004. Diez años antes, tratando de salir de la desorientación en que les sumió la caída en Bidart (1992) de Pakito y demás compañeros de la troika dirigente, sus sucesores lanzaron una dinámica desatada que ha acelerado el resultado descrito por el ex jefe del aparato militar. En esta década, ETA ha trazado un círculo completo en su estrategia, que ha pasado de plantear un desafío total al Estado, situando en la diana a todos los que se oponían a sus designios, a buscar una salida a medio siglo de historia que disimule la derrota enunciada por Pakito. Una solución que, en el mejor de los casos, no será en absoluto más ventajosa que la que consiguiera a principio de los ochenta la extinta ETA político-militar, el referente que la banda ha querido siempre evitar.

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Hacia 1994 la dirección de la banda decidió dar un salto en su estrategia tradicional de obligar al Estado a negociar el reconocimiento de la autodeterminación de Euskadi, para intentar forzar su consecución por la vía de los hechos. Eso suponía extender el "conflicto armado" más allá de los atentados contra guardias civiles, policías y militares, llevándolo sobre todo al corazón de la sociedad vasca. La "socialización" del conflicto perseguía, por un lado, romper la unidad de los partidos democráticos para, después, desbordar al Estado mediante el frente nacionalista y el proceso de "construcción nacional" ensayado en 1998 con el Pacto de Lizarra. Tuvo su momento inaugural en enero de 1995 con el asesinato de Gregorio Ordóñez, presidente del PP de Guipúzcoa y concejal de San Sebastián. Fue el primero de una serie de más de 70 atentados contra adversarios ideológicos, que han acabado con la vida de 30 cargos electos y políticos del PP, UPN y PSOE.

La decisión de dar ese salto y concentrar sus atentados en "los responsables políticos" estuvo motivada por la comprobación de que sus crímenes convencionales no eran suficientes para avanzar en sus objetivos políticos. Quizá algunos de sus dirigentes intuyeron ya que el proceso de integración europeo llevaba inexorablemente a la pérdida del santuario francés y al fin del ciclo de la lucha armada, y trataron de forzar la máquina. Y lo hicieron a conciencia. Tras Ordóñez, el siguiente aldabonazo fue el atentado frustrado, en abril de ese mismo año, contra el entonces jefe de la oposición, José María Aznar. Su reivindicación iba en el mismo comunicado en el que ETA definió su nuevo esquema estratégico, la llamada "Alternativa democrática". El reconocimiento del "derecho de autodeterminación y la unidad territorial de Euskal Herria" por parte del Estado español y la garantía de que respetará lo que "el pueblo vasco decida democráticamente", eran en ese esquema las condiciones para un "alto el fuego". Y la finalidad de éste, permitir "un proceso" donde los ciudadanos vascos pudieran "decidir su futuro" según el diseño marcado por ETA.

Conseguir dicho objetivo exigía romper la unidad de los partidos frente a la violencia plasmada en el Pacto de Ajuria Enea. A ese empeño se dedicó Herri Batasuna reanudando los contactos con el PNV y, simultáneamente, ETA y las escuadras de la kale borroka atacando a la Ertzaintza y a sedes y militantes nacionalistas (objeto de la mitad de los 241 actos violentos contra partidos registrados en el bienio 1996-1997). Al mismo tiempo, la organización terrorista se embarcó en una serie de secuestros prolongados, cuya finalidad iba más allá de obtener un rescate (Iglesias, Aldaya, Ortega Lara, Delclaux). Y el intento de neutralizar el creciente movimiento ciudadano de rechazo, simbolizado en el lazo azul, involucró al conjunto de la izquierda abertzale en una espiral de contramanifestaciones, agresiones y amenazas. Con menos asesinatos que en los ochenta, pero más selectivos e impactantes, y esa dinámica de intimidación general, ETA logró crear un clima social y político irrespirable.

La operación no le salió gratis, ya que el aumento de la conciencia ciudadana contra la violencia fue acompañada del afinamiento de la eficacia policial y judicial, tanto en España como en Francia. De hecho, declara la tregua del verano de 1998 básicamente porque tiene su estructura militar exhausta y muy dañada por la respuesta a la ofensiva general desatada en los tres años precedentes. Sin embargo, en lo político tuvo éxito, al propiciar la voladura del ya renqueante Pacto de Ajuria Enea y conseguir que el PNV de Arzalluz se moviera hacia sus postulados, con el señuelo de acercar así la paz. Un giro que se aceleró tras la conmoción causada por el secuestro y asesinato del concejal del PP en Ermua Miguel Ángel Blanco.

El Pacto de Lizarra significó para ETA la última oportunidad de poner un fin honorable a su historia, trocando el abandono de las armas por una victoria política sobresaliente. El nacionalismo no violento daba en él la espalda al autonomismo y venía a aceptar el programa de ETA, basado en la autodeterminación y la territorialidad de Euskal Herria. Es decir, la aceptación de que Euskadi, Navarra y el País Vasco francés constituyen una entidad que tiene derecho a definir su futuro de forma conjunta. En paralelo, la expectativa de la paz premiaba ostensiblemente a la izquierda abertzale, que en las elecciones autonómicas de 1998 y forales del año siguiente obtuvo con la etiqueta de Euskal Herritarrok los mejores resultados de su historia, casi el 20% de los votos.

Sin embargo, la inercia militarista y un deficiente análisis de la realidad cegaron a los responsables de ETA. Despreciaron la interlocución ofrecida por el Gobierno de Aznar y se impacientaron al ver que el PNV no podía avanzar a la velocidad que le exigían por el camino de la insumisión al Estado. La ruptura de la tregua en enero de 2000 estuvo seguida ese año por una sucesión de 23 asesinatos, la mayoría de ellos concejales del PP y PSE y destacadas personalidades socialistas. ETA había aprovechado la tregua para rehacer sus debilitadas estructuras y emprender una ofensiva sistemática de limpieza ideológica que puso en riesgo la propia existencia de la democracia en Euskadi y Navarra; es decir, la posibilidad de que los partidos no nacionalistas pudieran presentar listas y defender sus ideas en las calles e instituciones de ambas comunidades.

ETA volvió a equivocarse si pensaba que los poderes del Estado y la propia UE podían soportar un desafío de esta naturaleza sin responderlo con todos los resortes legales. Para entonces, el juez Baltasar Garzón ya había abierto en 1998, a partir de documentación incautada, una novedosa vía de investigación que concluyó con que es ETA la que controla en última instancia el rosario de organizaciones que constituyen el llamado MLNV (Movimiento de Liberación Nacional Vasco). Sobre esta línea de indagación judicial se sucedieron hasta 10 operaciones contra su entramado político-financiero y se asentó la base jurídica para proceder a la suspensión cautelar de las actividades de Batasuna (agosto de 2002) y su posterior ilegalización (marzo de 2003) mediante la Ley de Partidos. Previamente, en diciembre de 2000, el PSOE y el PP, entonces en el Gobierno, habían firmado el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, que les compromete a rechazar cualquier tipo de negociación política con ETA.

Tras la ofensiva de 2000 y 2001, con 37 asesinatos, la respuesta policial y judicial a ambos lados de la frontera, la pérdida de sus estructuras de apoyo legales o alegales y otra serie de acontecimientos -la conversión del terrorismo en problema mundial tras el 11-S o el desarme del IRA, que le deja como un anacronismo en Europa- conducen a ETA una vía sin salida. Aunque muy reducida, tiene capacidad para seguir atentando, pero se ha quedado sin un marco estratégico viable. Ya no puede pretender alcanzar sus objetivos presionando el PNV ni, mucho menos, forzando a España y Francia a aceptar la autodeterminación de Euskal Herria. Al mismo tiempo, la ilegalización de Batasuna y su expulsión de todas las instituciones le ha privado de suelo y del recipiente en el que depositar los frutos políticos de una eventual negociación con el Estado.

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