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Descubrir a la persona

La economía ha descubierto, por fin, a la persona. Bueno, sólo a un trocito de la persona, pero ya es un avance, ¿no? Nos hemos pasado décadas haciendo modelos en que el trabajador es sólo un agente, sin rostro, sin ningún trazo personal, que ofrece unas horas de trabajo a cambio de un salario, y que, si puede, pretenderá escaquearse y reducir su dedicación al mínimo imprescindible, para cansarse poco sin que le despidan. Ahora, por fin, han empezado a entrar en nuestros análisis las personas de carne y hueso, o por lo menos, personas con un poco más de sustancia.

Hablamos, en efecto, del capital humano: la gente tiene conocimientos, capacidades y valores, gracias a los cuales unos trabajadores se diferencian de los otros, y eso explica el interés de los trabajadores por formarse, por aprender trabajando y por el diseño de su carrera profesional. Hablamos también de capital social, porque todos tenemos relaciones que configuran nuestro ámbito personal, familiar, profesional y social, y gracias al cual, de nuevo, aprendemos, desarrollamos capacidades, encontramos nuevos empleos y mejoramos nuestras oportunidades.

En la empresa va a ser difícil hacer economía sin contar con la nueva realidad humanizada y personalizada

Y hablamos de contratos relacionales, porque el contrato de trabajo que los economistas se habían sacado de la manga era un contrato irreal: la empresa, no importa cuál, contrata con el trabajador, no importa cuál, unas horas de trabajo, que sí son importantes, a cambio de un salario que es, probablemente, lo más importante de todo. Al final, hemos descubierto que la vida va por otro lado: que la relación laboral se basa en la confianza, que la gente trabaja en equipo, esto es, poniendo en común nuestros conocimientos, nuestro tiempo, nuestros aprendizajes, nuestra humanidad... Y esto no se puede reducir a unas horas impersonales a cambio de un salario, por alto que éste sea.

Ahora que los economistas hemos descubierto a la persona... vienen los políticos y nos la borran, porque -leo en la prensa de hace unos días- los legisladores franceses han tenido la genial idea de introducir una enmienda en una ley sobre igualdad de oportunidades para quitar de los currículos de las personas que buscan empleo toda referencia a edad, sexo, nombre, dirección o fotografía.

No niego la buena intención de esos redactores de leyes: ellos esperan, al quitar esos datos, que desaparezca la discriminación por razón de edad, sexo, raza... Supongo que la próxima medida será que las entrevistas se lleven a cabo a distancia para que el entrevistador no pueda enterarse de si el entrevistado es hombre o mujer, viejo o joven, blanco o de color. Y así acabaremos como aquel tartamudo del chiste de Gila, que se quejaba de que le habían quitado el puesto de trabajo de locutor de radio porque el otro candidato tenía recomendación.

El parlamentario que propuso la enmienda reconoció "el riesgo de que la medida no viese nunca la luz del día, y que no acabase en sanciones". Él ya había cumplido: había presentado la moción, y la había empujado hasta el final. Si luego las cosas no salían, la culpa sería de otros -seguramente, de las empresas discriminadoras. La clave, desde luego, estaba en que se sancionase a los culpables. Si la medida resultaba efectiva o no, era otra cosa que, por lo que parece, a él no le preocupaba.

Volvamos a los economistas. No somos angelitos, desde luego, pero parece que al fin hemos descubierto a la persona, y estamos en condiciones de entender sus potencialidades y su dinamismo. Cada vez nos va a ser más difícil hacer economía sin contar con esa realidad humanizada y personalizada, al menos en el ámbito de la empresa. Y, desde luego, en las escuelas de dirección invitamos a los que vienen a nuestras aulas a considerar la realidad de cada persona y su dignidad.

Por eso resulta más deprimente el voluntarismo de los políticos, que parecen pensar que lo importante es hacer la ley, no reducir la discriminación. No hace falta que recurran a humanistas y filósofos porque incluso los economistas, habitualmente fríos y poco dados al sentimiento, parece que hemos llegado mucho más lejos que ellos. Al menos, sabemos que si las empresas discriminan, no es por aversión al viejo, a la mujer o al inmigrante, salvo en contados casos, sino porque detrás de esas categorías de personas piensan encontrar unas actitudes o unos vicios que no les interesan.

Lo que necesitan es, probablemente, que alguien les ayude a entender los valores que hay detrás de esas personas. Que los tienen, sin duda, y si no los tienen, hay que ayudarles a conseguirlos, y esto no se consigue mediante la ley ni ocultando la realidad de su edad, su sexo o el color de su piel.

Antonio Argandoña es profesor del IESE.

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