Jóvenes precariedades
La crisis social en Francia se extiende y amplifica. Después de la aparentemente incontrolada tempestad de la banlieue, ha llegado el momento de enfrentarse a la nueva epidemia de nuestro siglo: la precariedad laboral. En Francia, como en el resto de Europa, la situación del empleo se ha ido deteriorando. Y esa fragilidad de las condiciones de trabajo está afectando, en mayor o menor medida, a todos los sectores productivos y a todas las franjas de edad. Pero el asunto es especialmente preocupante en el sector servicios e influye de manera mucho más estructural en los empleos de las personas más jóvenes. No es extraño que ante esa creciente percepción de pérdida de derechos, de reducción de las expectativas, los jóvenes franceses se hayan rebelado contra lo que entienden como una oficialización de la precariedad. Una cosa es ir constatando que el mercado va restringiendo perspectivas y estabilidades y otra muy distinta es que eso se bendiga desde el Gobierno de un Estado que se ha vanagloriado, desde sus bases fundacionales, de proteger y expandir derechos. Todo ello, además, teñido de la pugna entre Villepin y Sarkozy para ver quién se sitúa mejor en su particular competición por demostrar firmeza y autoridad en la carrera en pos de la candidatura de la derecha francesa para las presidenciales que se avecinan.
Se calcula que en Francia el 25% de los asalariados del comercio o de los servicios trabajan en condiciones de alta temporalidad, y eso es el doble de la media nacional. Por otro lado, la precariedad afecta siete veces más a los obreros que a personas de categorías superiores, cuando hace sólo unos años esa proporción era de 1 a 4, y todo esto se agrava si de quien hablamos es de un joven. Más precarios, los trabajadores se encuentran también más solos. Las estructuras de producción son más pequeñas, y las condiciones de trabajo de los compañeros son muchas veces distintas. Distintas en cuanto a horarios, salarios o duración de contratos. Las relaciones con empresarios y clientes son más directas, la presión más grande, las oportunidades de sindicación menores. La posibilidad de identificar problemas comunes, de hallar salidas conjuntas, se reduce. Es más difícil construir identidades colectivas sobre la fragmentación de situaciones. Esa tremenda heterogeneidad y multiplicidad de situaciones genera sensaciones difusas de injusticia, de arbitrariedad y, sobre todo, de ilegibilidad, de falta de comprensión de un mundo del trabajo cada vez más laberíntico y complejo. Trabajadores autónomos pero dependientes es la nueva contradicción que las organizaciones de trabajadores deben afrontar para tratar de sindicalizar aquello pensado para que no sea sindicalizable. Esto hace crecer el foso entre los empleados de las grandes empresas que disponen de un trabajo fijo y aparentemente estable y los de las pequeñas empresas de servicios o de hostelería. Y no digamos nada de la creciente distancia entre los asalariados del sector público y los del sector privado.
Esas desigualdades no cesan de expandirse, y generan cambios muy claros en la situación de las gentes. Afectan sobre todo a cómo cada quien ve su futuro y cómo cada quien logra más o menos capacidad de socialización, de tejer redes, de establecer vínculos y lazos. Aspectos estos (la percepción sobre el futuro, la estructuración de redes sociales y de lazos propios) que todos sabemos que tienen un alcance y unos impactos muy significativos sobre las expectativas y la forma de encarar la vida de las gentes. No es extraño que muchos jóvenes desfilasen por las calles de Francia estos días con carteles donde expresaban su sensación de que su futuro no era comparable en absoluto al que tuvieron sus padres, y reclamaban oportunidades reales y no declaraciones genéricas sobre que cada cual obtendrá según su propio esfuerzo, cuando las oportunidades no están distribuidas homogéneamente y cada vez los poderes públicos se van retirando de la lucha por ofrecer condiciones iguales de partida para todos. Los sucesos de la banlieue y los que ahora llenan de manifestantes las calles, no son radicalmente distintos. Expresan de manera compleja y contradictoria la misma sensación: que la discriminación y la segmentación social aumentan. Unos expresan su desasosiego ante el hecho de que sus estudios, su esfuerzo, no garantiza nada. Otros se lamentan de que su propio apellido, el sitio en el que viven, les marca y reduce aún más sus posibilidades. Desde diversas perspectivas, sus gestos, sus protestas, nos hablan de momentos de refundación del trabajo y de cómo se encuadra el trabajo en los respectivos proyectos de vida. Ya no hay complementariedad ni coexistencia de clases alrededor de lugares de producción comunes. La única mediación la tiene el mercado, que coloca a cada persona en un lugar provisional, de cliente o de proveedor, en una relación constantemente cambiante e inestable. Para unos las condiciones de trabajo son derechos adquiridos, para otros son simplemente rigideces que combatir. Y de esta manera se van perdiendo jirones de solidaridad y reciprocidad.
Lo peor es enfrentarse a todo ello con la nostalgia de modelos ya superados. Ni la nostalgia republicana ni la nostalgia radical acabarán sirviendo de mucho. Es comprensible la visión más bien defensiva que surge ante tanto cambio. Necesitamos seguramente nuevos instrumentos de análisis social. ¿Qué es trabajo hoy? ¿Qué nuevos equilibrios podemos encontrar entre las exigencias del mercado y las necesidades sociales? ¿Cómo relacionar instituciones y personas? ¿Cómo enfrentarnos a la creciente segregación territorial y social? Algo tenemos que hacer con rapidez ya que los sucesos de Francia nos advierten de que los peligros de fractura generacional crecen día a día, en un claro movimiento de criminalización de los jóvenes. Tenemos tantos interrogantes planteados que a uno no deja de soprenderle el grosor y la significación estratégica de lo que está en juego y, en cambio, lo liviano que resulta el debate político en relación con estos asuntos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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