La pulga saltó al vacío
El mal que en su día se llevó a Lou Gehrig, El Orgullo de los Yanquis, ha terminado con la vida de Jimmy Johnstone, el orgullo de Glasgow. Por culpa de algún druida sin escrúpulos o por oscuras razones de la biología, el hombrecito de las piernas de acero se ha ido de este mundo con las arterias de chapa.
El mal que en su día se llevó a Lou Gehrig, El Orgullo de los Yanquis, ha terminado con la vida de Jimmy Johnstone, el orgullo de Glasgow. Por culpa de algún druida sin escrúpulos o por oscuras razones de la biología, el hombrecito de las piernas de acero se ha ido de este mundo con las arterias de chapa.
Muchos años antes, el pequeño Jinky, a quien los chicos llamaban La Pulga, había reconciliado con el fútbol a la última promoción de seguidores de Alfredo Di Stéfano. En el intento de ganar la sexta copa de Europa, el Madrid venía de eliminar brillantemente en semifinales a aquel Milan de Rivera, Trapattoni, Amarildo, Maldini y Altafini que hacía pensar en un ensueño renacentista; la última fantasía muscular de Lorenzo de Medici. Pero en la final llegó el Inter de Helenio Herrera, con su Mazzola ensortijado, su patente de Corso y su genial percusionista Luis Suárez, y acabó con la reunión y con la carrera de don Alfredo.
Poco después, agrandado en su camiseta, el Inter viajaba a Lisboa para jugar una nueva final. Enfrente estaría el Celtic, un animoso equipo escocés que sólo merecía el beneficio de la duda. Pronto se supo que los agoreros estaban equivocados: los anillos verdes de la camiseta del Celtic eran en realidad los anillos de la serpiente. Desde los primeros minutos, el defensa lateral Gemmill se apoderó de la banda y empezó a desplegar un fútbol tozudo y apremiante. Cuando los chicos de don Helenio quisieron darse cuenta estaban rodeados.
Entonces apareció por la derecha un jugador esmirriado que sin duda habría hecho fortuna pidiendo limosna en el atrio de cualquier parroquia. Tenía una inquietante cabeza de insecto; nariz ansiosa, barbilla de aguja y cuatro pelos movedizos como antenas. Sólo su uniforme salvaba tan desmedrada visión atlética, pero no resolvía totalmente el problema estético de su figura: pálido amarillento de los pies a la cabeza, con sus ojos minúsculos y sus bandas de hortaliza, parecía, más que una auténtica pulga amaestrada, la alegoría de un cebollino.
En cuanto recibió la pelota comprobamos que utilizaba su propia insignificancia como un segundo disfraz. Manejaba, uno por uno, todos los recursos del relámpago y, armado de su rapidez, su potencia y su brillo, era el diablo con espuelas.
Nunca olvidaremos su triple victoria de aquella noche: levantó la Copa de Europa, nos devolvió la fe y reclamó para todos los seres diminutos un lugar en el Olimpo.
En una empresa para elefantes, Jinky reivindicó el encanto de ser pulga.
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