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Columna
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Euforia

HIJO DE un brillante abogado, de estirpe portuguesa, fiel encarnación del viejo espíritu liberal e individualista a lo Emerson, la lectura de las memorias del escritor estadounidense John Dos Passos (1896-1970), recién traducidas al castellano con el título Años inolvidables (Seix Barral), trasmiten una sensación de euforia. Publicadas originalmente en 1966, cuando su autor contaba 70 años y estaba ya cerca de su muerte, tiene mérito que el maduro y ya pesimista Dos Passos lograse preservar de su remoto pasado, sin el lastre de los resentimientos posteriores, ese eufórico despertar de su vida, que abarca su infancia y juventud, más o menos hasta que cumplió los 40, que coincide con el estallido de la Guerra Civil española, en cuyos preliminares republicanos concluye este libro de recuerdos. Precoz amante de España, donde estuvo por primera vez en 1916 haciendo como si estudiara arquitectura, Dos Passos vino por nuestro país muchas veces y resulta asombroso la simpatía y el interés que demostró por la cultura española antigua y contemporánea, frecuentando el trato de Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Antonio Machado, Pío Baroja, José Giner de los Ríos o José Castillejo, además, por supuesto, de entusiasmarse por el arte español y el Museo del Prado, dado que por entonces aún dudaba si hacerse pintor.

Desde luego, una pasión tan poco folclórica por España y lo español de un escritor americano de comienzos del siglo XX es un estímulo para el lector de nuestro país, pero subrayarla aquí no obedece a una autocomplacencia nacionalista, sino al deseo de indicar el valor de esa ávida inocencia con que los estadounidenses de entonces abrazaban al mundo y eran queridos por él, ya fuera en la Rusia de la Revolución de 1917, París, por supuesto, o el Oriente Próximo, por citar algunos de los lugares recorridos con entusiasmo por el joven Dos Passos. Esta alegría de vivir no era, por otra parte, una evasión inconsciente, porque este joven artista adolescente, como otros colegas compatriotas suyos, se adelantaron a la movilización bélica de su país, para participar como podían en la Gran Guerra, y, luego, en su gran mayoría, siguieron comprometidamente todos los grandes cambios que se estaban produciendo en el tambaleante orden mundial.

Tras la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se convirtió merecidamente en la potencia internacional hegemónica, y no sólo por una cuestión de supremacía política, económica o militar, sino por esa simpatía en todos los órdenes que produce esa ilusión contagiosa que, como se refleja en Dos Passos, a los asombrados europeos les llevaba a denominar admirativamente, durante la época de entreguerras, a esta nación como la "joven América". Si no la simpatía, el prestigio americano sigue hoy incólume, cuando con razón la gente actual, con diferente intención, les califica de Imperio. Pero, ayer y hoy, lo fascinante de los imperios ha sido siempre lo que les hizo transformarse en el centro y guía del orbe por esa ingenua vitalidad, que resplandece con el amor por la vida y los hombres, allí donde estén y sea cual sea su suerte y condición, algo que viven y trasmiten privilegiadamente los mejores artistas.

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