Duras o el don de Dios
Este mes se están celebrando las sesiones del homenaje que el Instituto Francés de Madrid dedica a Marguerite Duras, de quien se cumplen los diez años de su muerte. Al pensar en esta escritora otrora célebre -también entre nosotros- lo primero que me viene a la cabeza es traducir su verdadero nombre, pues lo de "Duras" era un seudónimo que ocultaba su auténtico patronímico de "Donnadieu", que quiere decir algo así como "don de Dios" en francés, lo que no está tan mal para definirla al fin y al cabo. Pues esta escritora, nacida en Vietnam cuando era una colonia francesa en 1913, y muerta en París en 1996, licenciada en Derecho, casada con un resistente difícilmente rescatado de Dachau, con un hijo nacido de otra relación y repleta de aventuras, llegó a publicar cuarenta novelas, doce obras teatrales y a realizar veinticinco películas, más varios libros de artículos y entrevistas, antes de alcanzar el olor de santidad literaria diez años antes de morir, consiguiendo un premio Goncourt espectacular, El amante, que se vendió por doquier a millones de ejemplares. Y éste puede ser también un ejemplo de la vertiginosa rapidez con que la fama literaria desaparece hoy en manos de un mercado ansioso y voraz en busca de nuevos filones, por banales y vulgares que sean. ¿Sigue siendo la literatura un valor permanente en nuestros desdichados días?
"Desde muy temprano [desde los 18 a los 20 años, aludiendo a las arrugas que destruyeron su rostro juvenil] todo fue en mi vida demasiado tarde", dice Duras al principio de El amante, libro si no directamente autobiográfico, sí en buena medida inspirado en hechos de su propia vida, o en buena parte en comentarios surgidos en torno a fotografías de la época. Pues la larguísima obra de Duras está inspirada en las propias raíces de su existencia, arroja cables anclados en Oriente y Occidente. Sus primeras novelas -Los impúdicos es un intento existencial y Un dique contra el Pacífico, testimonial- revelaban su tendencia autobiográfica y su base existencialista, aunque poco después derivó hacia las vanguardias de la época, esto es, la moda del nouveau roman, en libros de gran fuerza y sencillez, El square y Moderato cantabile o Destruir, dice. Al mismo tiempo, escribe el guión de una de las películas más célebres del momento, Hiroshima mon amour, que filmada por Alain Resnais marca el acercamiento de Marguerite Duras al mundo del cine, que alternará desde entonces con la novela, tanto como guionista -en colaboración con Gérard Jarlot- como realizadora, donde plasmó también sus aficiones vanguardistas, más directamente que en la literatura, en 25 filmes muchas veces escritos "a la contra" del público de la época y bastante incomprendidos, pero que ampliaron de manera considerable el mundo de sus amistades y relaciones personales, pues sus libros fueron llevados a la pantalla por René Clément, Peter Brooks, Jules Dassin, Toni Richardson y Peter Handke. Y al respecto recuerdo la impresión que me produjo la lectura de India Song ("texto-teatro-filme"), la visión de la película rodada sobre él del mismo título, y de su complemento Su nombre de Venecia en Calcuta desierta, que rodada en su escenario vacío hace resonar en "voz en off" los diálogos de la anterior.
Después, Marguerite Duras alternó su residencia parisién de la rue Saint-Benoit, donde había nucleado un grupo, primero resistente en torno a François Mitterrand (quien salvó a Robert Antelme, autor después de un libro fundamental, La especie humana) y Dionys Mascolo, el padre de su hijo, luego comunista durante cinco años (de donde fue expulsada) y que luego alquilaría un ático al futuro escritor español Enrique Vila-Matas, quien ha escrito unos buenos recuerdos sobre ella, con una casa que compró en Neauphle-le-Chateau, donde siguió con su trabajo global e incesante, aunque al final se instalaría en Normandía, en la residencia las Rocas Negras, donde residió casi hasta su muerte, que sucedió en su domicilio parisién. Sus últimos años fueron los del trabajo incesante mientras luchaba contra el alcohol, la degeneración física, pues hasta llegó a estar en coma, del que salió cuando escribía los comentarios a sus imágenes que le proporcionaron El amante, su éxito final. La compañía del joven homosexual Yan Andrea dulcificó los últimos días -le inspiró la magistral novela breve La enfermedad de la muerte y le hizo escribir algunos libros sobre sus imposibles amores-, mientras a su vez ella seguía con todas sus carreras, narrativa y cinematográfica, donde habría que citar, después del Goncourt, los textos maestros de la guerra (El dolor) y la nueva novela con que intentó corregir su éxito reciente, El amante de la China del Norte. Los últimos días en que la vi fue en diversas entrevistas de la televisión francesa, con un micrófono que ocultaba su traqueotomía, deslumbrante de lucidez, poesía y sencillez hasta los últimos momentos, dejándome el recuerdo de una artista conservadora y experimental, que superó con sencillez y poesía todos los misterios y todos los escándalos, que se le deshacían entre las manos. Lo dicho, un misterioso don de Dios, o de quien sea.
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