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Columna
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La fe de Manuel Melis

El lunes pasado, a la una de la tarde, un operario de Ferrovial sintió de pronto que el martillo neumático que manejaba se hundía en el suelo sin hallar resistencia. Miró hacia abajo y vio la luz. No fue una luz blanca, ni tampoco intensa o sobrenatural. Era ese tipo de luz tenue que aparece cuando taladras una pared de casa para colgar un cuadro y ves por el agujerito el dormitorio del vecino. En esta ocasión, los 20 centímetros de diámetro del agujero permitían una visión casi panorámica comprobando que lo que acababa de perforar era el techo del túnel de la línea 6 de metro.

El tipo al que se le fue la mano con el martillo trabajaba en la vía que Fomento construye para conectar la estación de Nuevos Ministerios con el nuevo túnel de la risa entre Atocha y Chamartín. Allí no hubo risa alguna, sino alarma general. El conductor de un tren vio caer los cascotes y avisó de inmediato. Tres horas permaneció cortada esa línea por la que se mueven diariamente 330.000 ciudadanos, tres horas con el miedo en el cuerpo. Noventa minutos después de cegar aquel boquete, entre las estaciones de Príncipe Pío y Puerta del Ángel, una filtración de hormigón procedente de las obras de la M-30 provocaba una nueva interrupción del metro en la misma línea. Incidentes como los descritos ponen en evidencia el terrible entramado de obras que hay bajo el suelo de Madrid y, sobre todo, hasta qué punto se trabaja al límite de las posibilidades del terreno. Los tajos abiertos en superficie y sus efectos traumáticos sobre el tráfico nos hacen a veces olvidar la que hay liada en el subsuelo y las complejidades y riesgos que esa movida conlleva. Creo no errar si afirmo que Madrid es, al día de hoy, la capital más horadada de todo el planeta, la que soporta más maquinaria pesada arañando sus entrañas. Tanto es así que nuestra ciudad se ha convertido en santuario de peregrinaje para los alcaldes y autoridades municipales de los cinco continentes. Vienen a ver cómo hacemos los agujeros y ahora especialmente los de Dulcinea, la tuneladora más grande del mundo. Todos ellos quieren también hablar con un señor bajito y regordete que empieza a ser una leyenda internacional en esto de cavar galerías. Se trata de Manuel Melis, el mismo que emprendió la ampliación del metro cuando Gallardón era presidente de la Comunidad y el que le hace los túneles de la M-30 ahora que es alcalde. Melis ha confesado esta semana ante los micrófonos de la SER que la ampliación de la línea 9 de metro, inaugurada en 1999, entró en servicio con riesgo para los usuarios. Lo reconoció públicamente para satanizar el sistema de "precio cerrado" en las obras públicas. Hubo más gastos de los previstos -contó- y para ahorrar dinero la empresa adjudicataria utilizó materiales endebles y baratos. Tres semanas después de la inauguración, cinco postes de catenaria cayeron sobre la vía. "Aquello", admitió, "pudo ser una catástrofe". Esto que nos relata siete años después no nos deja demasiado tranquilos si bien apunta de seguido que, desde entonces, no han vuelto a emplear esa fórmula de contratación y ahora gasta lo que haya que gastar para hacerlas bien. De eso sabe mucho el concejal de Hacienda, Juan Bravo, quien para costear las obras ha tenido que exhibir un talento en ingeniería financiero-recaudatoria equiparable al de Melis en ingeniería.

La seguridad cuesta dinero, pero la seguridad absoluta no existe. En Madrid puede que la obra más comprometida sea actualmente la que emprende el Ministerio de Fomento en la Puerta del Sol para meter una estación de cercanías en el kilómetro cero. Ese proyecto, una cabezonada de Álvarez Cascos más que discutible por el riesgo y el sacrificio que ha de asumir el centro de la capital, obliga a cimentar inmuebles de Montera con "más años que el canalillo". Cuando metes una máquina ahí abajo nadie sabe con certeza lo que se va a encontrar. Crucemos los dedos. A Madrid, para el tremendo volumen de obra subterránea a que está sometida, no le ha ido mal de momento. Miren, si no, la dura experiencia de Barcelona con el Carmel y el miedo que ahora tienen a hacer cualquier agujero. Entonando el mea culpa, Melis dijo en la SER que le agradece a la virgen del Pilar que aquí no haya pasado nada. Por lo visto la fe no sólo mueve montañas, también las horada.

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