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Columna
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Entre Otros

Cuando los más pusilánimes de mis conocidos me preguntan por qué aprovecho aunque sean cuatro días para escapar "allá abajo" (trato de iluminarles aclarándoles que Damasco está a nuestro Este, no a nuestro Sur), les digo que quiero ver de nuevo, con mis propios ojos, como redunda el tópico, las tablillas de Ugarit, cuyos palotes constituyen el primer alfabeto del mundo, del que se derivan las lenguas que hoy conocemos. En este Museo Nacional de Siria, tan exuberante en piezas como falto de fondos para realzar tanta riqueza, hay estatuillas contemporáneas de las pirámides de Giza, y también imponentes vestigios de culturas que más adelante se sucedieron, añadiendo complejidad al legado de Mesopotamia. Me gusta sobre todo detenerme ante un gran mosaico bizantino que muestra al río Orontes, encarnado en una especie de tío bondadoso y algo juerguista, rodeado de niños. El Orontes baña tres países, Turquía, Siria y Líbano, y a sus orillas los niños siguen celebrando merendolas.

Claro que esto no hay forma de explicarlo a mis pusilánimes, ni que vengo aquí para no oír los gritos de los enfrentadores en el Estado de las autonomías.

En Damasco echo a andar por la Vía Recta -poco antes he visitado la capilla desde la que izaron a Pablo el de las epístolas, salvándole de la persecución; así como la mezquita Omeya, grandiosa, donde guardan una de las cabezas de Juan el Bautista-, con sus comercios apretujados y vistosos. El vendedor de pistachos conecta la TVE internacional en honor a mí y yo le digo que, por favor, la quite. Sigo caminando y la calle va atenuando lo musulmán, va mezclándolo con lo cristiano, ahora se llama Bab Sharki porque se dirige a la Puerta Oeste, y empiezan a aparecer crucifijos en los escaparates, iglesias en las fachadas, conviviendo con mezquitas y, lo más importante, con bares en los que se sirve alcohol y se fuma narguile sin que nadie se escandalice. Después de la necesaria parada, tomo un taxi.

Adivinen: "Juan Carlos, ¿bien?". "Sí, gracias". "Zapatero, ¿bien?". "Sí, también, muchas gracias". "Good!", sonríe el chófer. Pausa. "Juan Carlos, president; Zapatero, king". Y yo me relajo en el fondo del coche, un Saba modelo Sipa, de fabricación iraní.

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