_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La lectura

Para conocer culturas exóticas existen métodos más sencillos que solicitar visados y vegetar en las salas de espera de los aeropuertos. He pasado el último puente en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, aguardando a que el primer hijo de mi hermano asomara la cabeza desde el fondo de su madre y comenzara a respirar, y he tenido oportunidad de comprobar hasta qué punto ese conjunto de edificios y ventanas, con sus trabajadores, turistas, comercios, restaurantes y jardines constituye todo un país aparte. Durante dos días hicimos amistades frente a la escalinata de urgencias, arropados en nuestros abrigos y luchando por que el vendaval no consumiera los cigarrillos que tratábamos de llevarnos a los labios; deambulamos por los pasillos de las plantas altas, de cuyas habitaciones en penumbra brotaban vagidos, voces, suspiros; aguardamos en el bar de Maternidad, que nunca cierra, para comprobar que cena o desayuno son meras convenciones; nos sentamos en los bancos del vestíbulo y presenciamos cómo los vagabundos arrojaban las cáscaras de naranja al suelo y cómo el sueño, gracias a Dios, siempre es más poderoso que la aflicción o la incertidumbre del que espera.

También se nos dio ocasión de oír la detonación de varios disparos procedentes del exterior, de ver un revuelo de personas que huían e irnos enterando poco a poco, a través de versiones corregidas y anotadas, de que había habido una balacera frente a la puerta de Traumatología y que un hombre había quedado desangrándose en mitad del asfalto. A un alienígena le bastaría con descender con su platillo volador sobre la azotea de un hospital para comprender en qué consiste exactamente el ser humano y de qué mimbres está fabricada esa vida que le hace penar y entusiasmarse: mientras el plomo arrancaba su último aliento a aquel desconocido a dos paredes de distancia, mi sobrino ponía a funcionar sus pulmones e iniciaba una maratón que no sé a dónde le conducirá. Nació bien y pesó tres kilos y pico.

Me he enterado de que la Consejería de Cultura de la Junta ha emprendido una iniciativa que tiene por objeto fomentar la lectura entre los recién nacidos: a partir de nuestro flamante día 28, toda criatura que llegue a la Tierra de Despeñaperros abajo recibirá un cuento, tanto en versión impresa como en CD. Después de tirarme toda la vida entre libros y comprobar que no me han hecho más rico ni más sabio, y ante el acoso mordiente de televisores y computadoras, me pregunto si tendrá sentido regalar esa cosa obsoleta con páginas a un niño que llega; en muchos casos, leer no nos convierte en mejores: Lichtenberg decía que la mucha lectura sólo nos ha traído una barbarie ilustrada. Bueno, tal vez no siempre. A pesar de las interfaces y el silicio la mejor forma de asomarse a las emociones y las certezas de los hombres del pasado sigue siendo ese objeto oblongo, ese hormiguero de vocales y tildes, y uno no puede evitar pensar que el alma de los hombres es una fiera que se amansa, más que con la música, a través del arte de la imprenta. En el fondo, el planteamiento de la Junta es el verdaderamente correcto: todos los planes de fomento de la lectura deberían comenzar por habituar al contacto con los libros, por ayudar a perderles el respeto y el miedo y convencer de que son compañeros con los que uno puede jugar y divertirse y a los que puede dedicar confidencias. La mejor forma de atajar los problemas de convivencia que tanto alarman últimamente a los pedagogos, las palizas grabadas en teléfonos móviles, los profesores vapuleados, la gente que masacra a su vecino por no detenerse frente a un paso de peatones, el tiroteo destemplado que presencié desde el vestíbulo del hospital, es el libro. Puede sonar ingenuo, hasta de un optimismo ramplón, pero yo me adhiero todavía a esa pisoteada fórmula socrática: el malo no lo es porque lo desea, sólo es un ignorante. En cuanto a mi sobrino, yo me encargaré de que no lo sea; la Junta no le ha regalado nada, pero en mi casa guardo una estantería repleta para él.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_