La lectura
Para conocer culturas exóticas existen métodos más sencillos que solicitar visados y vegetar en las salas de espera de los aeropuertos. He pasado el último puente en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, aguardando a que el primer hijo de mi hermano asomara la cabeza desde el fondo de su madre y comenzara a respirar, y he tenido oportunidad de comprobar hasta qué punto ese conjunto de edificios y ventanas, con sus trabajadores, turistas, comercios, restaurantes y jardines constituye todo un país aparte. Durante dos días hicimos amistades frente a la escalinata de urgencias, arropados en nuestros abrigos y luchando por que el vendaval no consumiera los cigarrillos que tratábamos de llevarnos a los labios; deambulamos por los pasillos de las plantas altas, de cuyas habitaciones en penumbra brotaban vagidos, voces, suspiros; aguardamos en el bar de Maternidad, que nunca cierra, para comprobar que cena o desayuno son meras convenciones; nos sentamos en los bancos del vestíbulo y presenciamos cómo los vagabundos arrojaban las cáscaras de naranja al suelo y cómo el sueño, gracias a Dios, siempre es más poderoso que la aflicción o la incertidumbre del que espera.
También se nos dio ocasión de oír la detonación de varios disparos procedentes del exterior, de ver un revuelo de personas que huían e irnos enterando poco a poco, a través de versiones corregidas y anotadas, de que había habido una balacera frente a la puerta de Traumatología y que un hombre había quedado desangrándose en mitad del asfalto. A un alienígena le bastaría con descender con su platillo volador sobre la azotea de un hospital para comprender en qué consiste exactamente el ser humano y de qué mimbres está fabricada esa vida que le hace penar y entusiasmarse: mientras el plomo arrancaba su último aliento a aquel desconocido a dos paredes de distancia, mi sobrino ponía a funcionar sus pulmones e iniciaba una maratón que no sé a dónde le conducirá. Nació bien y pesó tres kilos y pico.
Me he enterado de que la Consejería de Cultura de la Junta ha emprendido una iniciativa que tiene por objeto fomentar la lectura entre los recién nacidos: a partir de nuestro flamante día 28, toda criatura que llegue a la Tierra de Despeñaperros abajo recibirá un cuento, tanto en versión impresa como en CD. Después de tirarme toda la vida entre libros y comprobar que no me han hecho más rico ni más sabio, y ante el acoso mordiente de televisores y computadoras, me pregunto si tendrá sentido regalar esa cosa obsoleta con páginas a un niño que llega; en muchos casos, leer no nos convierte en mejores: Lichtenberg decía que la mucha lectura sólo nos ha traído una barbarie ilustrada. Bueno, tal vez no siempre. A pesar de las interfaces y el silicio la mejor forma de asomarse a las emociones y las certezas de los hombres del pasado sigue siendo ese objeto oblongo, ese hormiguero de vocales y tildes, y uno no puede evitar pensar que el alma de los hombres es una fiera que se amansa, más que con la música, a través del arte de la imprenta. En el fondo, el planteamiento de la Junta es el verdaderamente correcto: todos los planes de fomento de la lectura deberían comenzar por habituar al contacto con los libros, por ayudar a perderles el respeto y el miedo y convencer de que son compañeros con los que uno puede jugar y divertirse y a los que puede dedicar confidencias. La mejor forma de atajar los problemas de convivencia que tanto alarman últimamente a los pedagogos, las palizas grabadas en teléfonos móviles, los profesores vapuleados, la gente que masacra a su vecino por no detenerse frente a un paso de peatones, el tiroteo destemplado que presencié desde el vestíbulo del hospital, es el libro. Puede sonar ingenuo, hasta de un optimismo ramplón, pero yo me adhiero todavía a esa pisoteada fórmula socrática: el malo no lo es porque lo desea, sólo es un ignorante. En cuanto a mi sobrino, yo me encargaré de que no lo sea; la Junta no le ha regalado nada, pero en mi casa guardo una estantería repleta para él.
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