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A PIE DE PÁGINA

Discriminaciones

Durante las vacaciones estivales de mi infancia en Estados Unidos, mi madre -bella y brava- conducía el Buick familiar de Washington DC a México DF a fin de que, entre julio y septiembre, yo regresara a la escuela mexicana y no perdiese lengua, costumbre e historia. En el largo viaje, era forzoso cruzar los Estados del sur, de Virginia a Tejas. Las señales de la discriminación antimexicana abundaban, desde el "no se admiten perros o mexicanos" hasta la insolente furia de la mesera al escucharnos hablar en castellano: "Dont' talk that dirty lingo" (no hablen esa cochina jerga). Hoy, la "jerga" de Cervantes es hablada por casi cuarenta millones de personas en la Unión Americana y aunque se debate si la educación ha de ser bilingüe o monolingüe, la persona de ascendencia mexicana forma parte aceptada del conglomerado social y la discriminación ha disminuido, no sólo en razón del número, sino del factor electoral: hay Estados donde no se gana sin el voto "latino".

El laicismo y el anticlericalismo son parte de la salud y de la polémica occidentales. ¿Hay límites?

No obstante, la discriminación persiste. Si ya no se proclama, como en los textos de antaño, que el "retraso" mexicano se debe a la inferioridad racial, hoy se esgrime el factor trabajo para discriminar a los trabajadores que ingresan a Estados Unidos porque son necesarios allá y porque no lo encuentran aquí. La violencia regresa a una frontera herida: muros de separación, vigilantes armados. Persiste la hipocresía de ambos países. Estados Unidos condena y discrimina lo que necesita, en nombre de la ley.

México alienta el éxodo de quienes devuelven divisas pero no encuentran trabajo, paradójicamente, en una nación requerida de mano de obra barata para el -aplazado- gran proyecto de estructuración desde abajo.

En mis anuales recorridos por el sur de Estados Unidos, aún más evidente y abundante era la prueba de la discriminación contra los negros. Restaurantes, cines, lavabos, piscinas, fuentes de agua. La lista de vedas antinegras era infinita. La pobreza urbana y rural, evidente. La voluntad de ganar la batalla, también. Hay un largo camino del KKK, la ley de Lynch y el racismo "Jim Crow" a las luchas, simbólicas y prácticas, de Martin Luther King, Medgar Evans y Rosa Parks. La discriminación ha sido de las leyes pero no totalmente de los ánimos. Nadie, sin embargo, se atrevería, salvo los racistas de extrema derecha, a pedir la abierta discriminación de los negros. En todos los rangos de la vida pública, los ciudadanos negros ocupan lugares prominentes.

A mi escuela de la ciudad de Washington llegó en 1938 un muchacho de diez años. Alto para su edad, moreno, con cabellera muy negra y rizada y con los pantalones cortos de la escolaridad europea. Los niños norteamericanos se aliaron cruelmente contra este ser extraño que sólo hablaba alemán, pero que pronto se impuso por su gran inteligencia y sentido de la humanidad. Era un chico judío que huía de la persecución en su Alemania natal. Lo recuerdo con gran admiración y afecto. Llegó a ser un distinguido científico norteamericano. Y llegó a una Norteamérica donde los judíos eran excluidos de hoteles, clubes de campo, casa de apartamentos y toda una lista discriminatoria. De Dickens a Trollope a las novelas de aventuras de John Buchan, los judíos eran objeto de caricatura, desprecio, sospecha y malevolencia. El Holocausto cambió radicalmente las cosas. Hoy, nadie se atreve (abiertamente) a discriminar a un judío. Y aunque las políticas del Estado de Israel pueden ser objeto de debate, el judío, después de Auschwitz, es intocable. La Liga Antidifamatoria no es sólo norteamericana, sino universal. El fin del antisemitismo es una gran conquista a la que sólo desoyen grupos fascistas y, paradójicamente, los otros semitas, los descendientes de Sem, los pueblos árabes.

Que es donde hoy se centra la vieja batalla de las mutuas discriminaciones. Un periódico danés caricaturiza al profeta Mahoma con un turbante que lo califica como "terrorista". La leyenda agravia el insulto de reproducir la imagen vedada del Profeta. El mundo islámico, del Mediterráneo al golfo Pérsico, arde en cólera. Se incendian consulados y embajadas, se pide la cabeza de los infieles, estamos de vuelta en las Cruzadas del siglo XII. Occidente no entiende la rabia fundamentalista. En Europa, el cine de Buñuel y Godard, en Estados Unidos, el de Scorsese, han humanizado y satirizado la figura de Cristo, para no hablar de los Monty Python. De Voltaire para acá, el laicismo y el anticlericalismo son parte de la salud (el laicismo) y de la polémica (el anticlericalismo) occidentales. ¿Hay límites? ¿Se aceptaría un Jesús erótico o una María sin virginidad? ¿O ya nada nos escandaliza en las sociedades de cultura cristiana y legalidad laica?

La tolerancia se ha ganado a pulso en Occidente y aun así hay múltiples aristas de fanatismo. En cambio, el mundo islámico no ha conocido un proceso crítico similar. El mundo cristiano ha dejado, en amplitud, de ser fanático. El mundo islámico, en parte, se precia de serlo porque ve en la fe la fuerza de su debilidad, en sus símbolos el recuerdo de su grandeza perdida pero recuperable, en la religión el motor justificativo del gran reto actual: llegar al poder por la vía democrática y allí -Hamás en Palestina, la Hermandad Musulmana en Egipto, Hizbolah en Líbano, los Conservadores Islámicos en Turquía, los Jihadistas en Pakistán y la oposición radical a los saudíes en Arabia- recuperar la fuerza, ser negociadores activos en vez de receptores pasivos y proponer el dilema: ¿choque de civilizaciones, como lo proclama Hunington, o diálogo de civilizaciones, como lo desea Rodríguez Zapatero?

Ante el resurgimiento del islam, muchos en Occidente provocan y desafían y muchos desde el islam responden con violencia. La consigna debe ser, para Occidente, libertad de expresión y tolerancia del otro. Y para el islam, tolerancia también hacia los valores de Occidente y uso inteligente de la nueva fuerza que les da el poder alcanzado democráticamente. No son tareas fáciles, como no lo fueron oponerse a la discriminación de mexicanos, negros y judíos en Estados Unidos y Europa. Por eso recuerdo pequeños episodios significativos en la larga marcha, acaso interminable pero no por ello menos urgente, contra la discriminación en todas sus formas y la violencia que, fatalmente, la disminución religiosa, política o cultural conlleva.

Armadas de fe y de votos, las mayorías religiosas del islam han llegado o pueden llegar al poder. Corresponde a Occidente no satanizarlas ni agredirlas, sino pensar en el propio, largo y arduo camino de la cristiandad hacia la tolerancia y guardar una fría paciencia hacia los procesos de identidad que hoy vemos en el arco islámico. Las minorías islámicas que viven en Occidente deben respetar las leyes del país que las acoge. Pero a Occidente, a su vez, le toca respetar, con paciencia y comprensión, el proceso identitario de comunidades que, durante largos e injustos tiempos, fueron colonizadas, humilladas y postergadas por el propio Occidente. Choque no, a pesar de las fatalidades. Diálogo sí, a pesar de las dificultades.

FERNANDO VICENTE
FERNANDO VICENTE

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