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Columna
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Desnudo

AUTOR DE una monumental y polémica monografía sobre el genial pintor holandés, Los ojos de Rembrandt, el historiador Simon Schama ha publicado también diversos artículos al respecto, uno de los cuales ha sido ahora recuperado en nuestro país con el título de El desnudo de Rembrandt (Península), con un amplio prólogo de José Enrique Ruiz-Domènec. El aliciente editorial para esta republicación no es, desde luego, el esmerado prólogo ahora añadido ni tampoco los retoques aportados para la ocasión por el propio Schama, sino que estemos en curso de celebrar el cuarto centenario del nacimiento del artista. No obstante, además de estos factores circunstanciales, lo fundamental en esta iniciativa es, a mi juicio, que en este corto ensayo Schama compendia lo esencial de su interpretación sobre Rembrandt, lo cual no es poco para alguien que le ha dedicado miles de páginas.

¿Es su versión pictórica del desnudo femenino la aportación principal de Rembrandt a la historia del arte? Desde luego, pintó desnudos femeninos de una forma que sus contemporáneos consideraron la apoteosis de la fealdad, y nosotros, de una conmovedora belleza, aunque, a unos y a otros, nos han producido un escalofrío semejante. Schama elige en su ensayo tres desnudos que nadie discute que son de los más logrados -Dánae, del Hermitage; Betsabé en el baño, del Louvre, y Mujer bañándose en el arroyo, de la National Gallery de Londres- y los comenta con brillantez y profundidad. Lo que nos dice a propósito de ellos es, básicamente, que Rembrandt sustituyó la costumbre de pintar el desnudo a partir del modelo de las estatuas clásicas, no sólo por mujeres de carne y hueso, sino de aquéllas cuyos cuerpos él conocía personalmente y de los que estaba dispuesto a revelar hasta su secreto más íntimo. También que Rembrandt nos enseñó que el erotismo de un desnudo está en relación directa con saber mostrar sus imperfecciones palpitantes.

De manera que mujeres reales, próximas y dotadas de la suficiente carnalidad mórbida como para excitar de inmediato nuestro deseo. No era entonces, desde luego, lo habitual al pintar desnudos femeninos, pero, aún menos, si encarnaban la imagen de diosas o figuras bíblicas. En cualquier caso, ni el atrevimiento de dar forma descaradamente mortal a figuras inmortales, ni tampoco la hondura y la perspicacia psicológicas con que Rembrandt acertaba a desvelarnos su enjundia anímica, es lo único que, a la postre, Schama elogia del pintor holandés.

¿Qué más, por tanto, podía Rembrandt desnudar al realizar sus desnudos? "Fue un diseccionador compulsivo", afirma Schama, "ansioso por abrir el envoltorio de las cosas y las personas, por hacer salir el contenido del interior del paquete. Le gustaba jugar con las profundas discrepancias entre lo exterior y lo interior, entre la corteza frágil y el núcleo vulnerable". Lo que, en suma, desnuda Rembrandt es la propia pintura, que queda ella misma como en carne viva, un espasmo palpitante, un estremecido fulgor en la noche de los tiempos.

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