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¿Guerra cultural o mala interpretación de la libertad?

El acalorado debate, todavía enconado, sobre las caricaturas publicadas el pasado otoño en Dinamarca y reproducidas recientemente en periódicos de toda Europa, se ha presentado como la apertura de un nuevo frente en el denominado choque de civilizaciones, la guerra cultural que supuestamente divide a la libertad y la religión, y que enfrenta a la libertad de prensa occidental con las sensibilidades religiosas islámicas. Pero aunque los probos protagonistas de ambos bandos lo están convirtiendo rápidamente en un conflicto cultural, la provocación danesa original, junto con la posterior bravuconada editorial de los directores europeos que volvieron a publicar las ofensivas caricaturas, en realidad refleja la incapacidad de Occidente para comprender el significado y objeto de su cacareada tradición de la libertad de prensa, y para aceptar al menos parte de la responsabilidad por las consecuencias de dicha incapacidad, ya que ha afectado a sociedades musulmanas de todo el mundo.

Cuando el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, intervenía por fin en la controversia, defendió la libertad de expresión y dijo que se ceñía a los valores europeos. "Yo defiendo el sistema democrático", proclamó. Pero es precisamente la relación entre libertad de prensa y democracia lo que se está olvidando. De hecho, la libertad de prensa ha adquirido últimamente una promiscua procedencia tanto en Europa como en Estados Unidos. Al igual que el derecho a la libre expresión en el que se basa, ha pasado a hacer alusión a un abstracto derecho a que cualquier persona diga más o menos lo que le plazca sobre cualquiera. Ridiculizar a Dios, vejar a Jesús, bautizar a una línea de ropa FCUK, satirizar el Holocausto, coser la bandera para hacer ropa interior o profanar al profeta Mahoma, "lo que sea" (como dicen con desenfado en MTV). Ése es el derecho sagrado a la libertad de prensa que define a la democracia liberal de Occidente.

Sin embargo, aunque en una sociedad occidental de mercado radicalmente comercializada haya llegado a utilizarse para proteger la retórica comercial entrometida y ofensiva, y aunque en la actualidad se esté empleando para demostrar cómo funciona la democracia liberal a los musulmanes enojados que supuestamente no la entienden, en una democracia la libertad de expresión se salvaguarda en primera instancia para proteger la democracia, así como el debate abierto que por sí solo hace posible esa democracia. Lo que no dijo Barroso es que la libertad de prensa está concebida para amparar a los débiles frente a los fuertes, no para permitir que los fuertes acosen a los débiles. La democracia legitima el poder a través del consentimiento y la participación, y debe combatir constantemente el abuso de poder, ya sea por parte de un Gobierno arrogante (o de su voz mediática oficial), de un poder privado, o de una mayoría tiránica que intimide a una minoría. La libertad de expresión es el instrumento crucial para enfrentarse a esos abusos.

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La idea es otorgar a las personas el derecho a decir la verdad al poder, o al menos a hablar con el poder, estén o no en posesión de la verdad, sin temor a la censura. Dos ejemplos recientes de lo que se supone que debe ser la libertad de expresión: primero, el caso de Harry Belafonte, un ciudadano estadounidense que llama "terrorista" al presidente de EE UU, presuntamente el hombre más poderoso del mundo. Se puede coincidir o no con su caracterización (yo discrepo), pero Belafonte -contra el que han arremetido los mismos entendidos mediáticos que hoy celebran la difamación del profeta- utilizó la libre expresión para refutar lo que él consideraba un abuso de poder por parte de un presidente estadounidense en el cargo. Segundo caso: el director chino Wu Xianghu, que el pasado otoño publicó un editorial en The Taizhou Evening News en el que acusaba a la policía local de abuso de poder. Su valiente uso de la libertad de prensa en un país que no la protege condujo a una paliza propinada por la policía que le causó la muerte hace unos días. Éstos son casos en los que unos individuos comprometidos con la democracia tratan de decir la verdad al poder, arriesgando con frecuencia su reputación, cuando no su vida.

Pero en el caso danés, ¿qué verdad se estaba diciendo a qué poder? Una sociedad dominante e históricamente luterana, pero mayoritariamente laica y blanca, publicó unas caricaturas que parodiaban las imágenes religiosas más sagradas para su desprotegida y vulnerable minoría musulmana. De hecho, al parecer solicitó las tiras como una especie de "experimento". A gente ya marginada en la cultura local se le dijo de forma gráfica que su religión aprobaba el terrorismo. ¿Se hace uso de esta libertad para proteger al débil o para intimidar a los vulnerables?

Luego están los defensores europeos de la prensa libre que han reproducido las caricaturas para demostrar su justa solidaridad con los daneses, cuando en realidad se estaban limitando a repetir y ampliar el fanfarrón error de juicio de la prensa danesa en países en los que los musulmanes siguen siendo una asediada minoría cuyas libertades básicas están cualquier cosa menos garantizadas. La hipocresía radica en fingir que el poder no desempeña ningún papel en lo que ellos perciben como el enfrentamiento de la libertad de expresión y la sensibilidad religiosa musulmana.Pero la libertad de expresión está para contrarrestar el poder. La regla es sencilla: la ley puede insistir en una paridad formal para proteger la libertad de expresión, pero la libertad democrática exige que el alcance de la libertad de expresión quede restringido por las realidades del poder y por las responsabilidades que éstas entrañan. Cuanto más poderoso sea el orador, menor será la necesidad de un derecho absoluto a la libertad de expresión; cuanto más vulnerable y débil sea, mayor será la necesidad.

Si los directores europeos quieren encararse con el islam fundamentalista radical, que viajen a Teherán o Karachi y publiquen las caricaturas allí, donde se enfrentarían directamente con quienes hacen un mal uso de Mahoma y el Corán para justificar el asesinato y el caos.

Todos los intercambios de palabras en el mercado de la democracia se ven sesgados por las relaciones de poder. Aunque las leyes que protegen la libertad de expresión aplican un criterio neutral, quienes utilizan efectivamente ese derecho, sobre todo cuando su contenido es subversivo u ofensivo, deben preguntarse no sólo si tienen derecho a decir lo que dicen, sino si al hacerlo están frenando o extendiendo el abuso de poder. Eso es hacer ejercicio de esa responsabilidad civil vinculada a la libertad de expresión sobre la que los entendidos cotorrean, pero a la que no han pedido nada. Nada de esto excusa la violencia de la reacción a las caricaturas, pero es importante señalar que, aunque ha habido mucha retórica (llamémosla libertad de expresión) amenazando a directores y occidentales, casi todos los heridos o asesinados han sido oradores y manifestantes libres, víctimas de la fuerza empleada por regímenes estatales (algunos de ellos represivos) que sofocaban manifestaciones.

El recordar los objetivos y el significado de la libertad de expresión en Occidente ayudaría a explicar por qué una vulnerable minoría musulmana en Europa podría condenar los dibujos no sólo como una violación del tabú religioso contra la representación (por no hablar de la ridiculización) del profeta Mahoma, sino también como un uso inapropiado de la libertad de expresión para racionalizar lo que en realidad era una tapadera para la intimidación y el acoso.

El hacerlo podría moderar la estúpida retórica de la guerra cultural y obligar a esos defensores de la prensa libre que iniciaron la controversia a que miren atentamente en el espejo de la democracia cuál es su responsabilidad por lo ocurrido.

Benjamin Barber es catedrático de la Universidad de Maryland y autor, entre otros libros, de Democracia fuerte y El imperio del miedo: guerra, terrorismo y democracia. Traducción de News Clips.

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