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El fracaso del impuesto religioso

Hacienda pagará este año a la Conferencia Episcopal Española 144,24 millones de euros sólo para sueldos de obispos y sacerdotes. Es la partida principal del presupuesto del máximo organismo eclesial, fijado en noviembre pasado por la asamblea de obispos en 157,711 millones. Aparte los 144,24 procedentes de las arcas del Estado con el calificativo de "asignación tributaria" (el 80% vía IRPF de los católicos, el resto como aportación graciosa de Hacienda), la jerarquía suma otros pequeños ingresos, como un "donativo" de 6.000 euros y 12,47 millones que aportan las diócesis. Además, el Estado financia cada año con "más de 3.000 millones" gran parte de las actividades de la Iglesia romana en educación, sanidad, asistencia social o conservación de su ingente patrimonio inmobiliario. Son las cuentas facilitadas por el Gobierno socialista.

Pocos niegan ya el fracaso del llamado impuesto religioso, pactado en 1987 con el Ejecutivo de Felipe González como sistema transitorio de financiación. Se fijó entonces que los católicos adjudicasen a su Iglesia el 0,5239 de la cuota del IRPF. Los obispos se mostraron contentos, incluso regocijados. Pronto bebieron del cáliz de la decepción. Lo que el historiador William J. Callahan llama "la tradicional tacañería del católico español" se escenificó sobre todo en las comunidades más ricas, como Cataluña y el País Vasco.

Algunos prelados querrían elevar el actual porcentaje del IRPF al 0,8 de la cuota de cada declarante católico, pero la mayoría se inclina por acordar con el Gobierno modelos que encajen mejor con el acuerdo económico firmado en Roma el 3 de enero de 1979. Dice su artículo 2.5: "La Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades. Cuando fuera conseguido este propósito, ambas partes se pondrán de acuerdo para sustituir los sistemas de colaboración financiera expresada en los párrafos anteriores, por otros campos y formas de colaboración económica entre la Iglesia católica y el Estado". Roma asume esa obligación, pero sostiene que el Estado español no es laico, sino aconfesional, y que, por tanto, está obligado a seguir sosteniendo a la Iglesia católica sin que ello suponga privilegio.

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