Ópera en pantalla grande
No es lo mismo, claro que no. Sobre todo para el que sabe lo que es ir a la ópera, esperar esa magia que unas veces aparece y otras no pero que tiene que ver directamente con la emoción del instante superpuesta al trabajo duro de un teatro. Tampoco conviene ponerse estupendo, paternalista más bien, y sacar eso de que así se democratiza el espectáculo. Precisamente porque no es lo mismo. Mejor dejarlo en la posibilidad de pasar un buen rato por poco dinero, en una ocasión para que la cultura se beneficie de unas nuevas tecnologías que unas veces vienen en su ayuda y otras no tanto. Las producciones que se proyectarán en el Real hoy y el próximo sábado proceden del propio teatro, son su apuesta para ser conocidos en el circuito mediático, para demostrar que sus ideas no se quedan en unas cuantas representaciones. De hecho, una de ellas, la de La Traviata -con la que se cierra el día 25 esta miniserie- ha sido seguramente la de mayor éxito de público a lo largo de su nueva época, y su reposición se hizo, entre otras cosas, precisamente para grabarla en DVD y hacer compañía a sus dos compañeras de ciclo, ya lanzadas a la venta junto con Merlín de Albéniz.
Medida inteligente a la vista de que su reparto era de campanillas -con una de las Violetas más interesantes de hoy, un Alfredo estupendo y un Germont modélico-, su puesta en escena gustó a todos y musicalmente funcionó estupendamente. El barbero de Sevilla, de Rossini, se ofreció el sábado pasado, y Tosca, de Puccini, se exhibe hoy. Ah, y cuestión ésta bien importante, el Teatro Real sólo saca a la venta las entradas con plena visibilidad, ventaja que le llevan los del cine a los de la ópera, pues en una representación en directo, 640 espectadores carecen de visibilidad perfecta, es decir, casi un 37% del aforo de la sala.
En esto de ver la ópera en una pantalla hay aspectos diversos pero todos deben partir de la evidencia de lo que supone el cambio de soporte y cómo éste influye en la percepción de quien parece que está en el cine, pero no es así, pues éste procede de sí mismo, nace para eso, mientras en el vídeo se reproduce lo hecho para ser visto de otro modo. Hay, por tanto, que cambiar el punto de mira y no amostazarse por contemplar de distinta manera lo ya visto por otros que presumimos más afortunados. Y es precisamente en ese de otro modo donde podemos encontrar la clave de la doble mano de la técnica y del arte. La técnica porque la grabación de estas óperas se ha hecho con lo último, tanto que casi nadie podría verlo todavía explotando todas sus posibilidades: alta definición en lo visual y el más sofisticado sonido digital para voces y orquesta. Para ello, el Teatro Real se ha aliado con Opus Arte -ganadora este año, en la persona del realizador Christopher Nuppen, de los Midem Classical Awards en la categoría de DVD-, Mediapro y Televisión Española, con la participación, igualmente, de la cadena de televisión japonesa NHK, la británica BBC y la francoalemana Arte. La distribución corre a cargo de Universal y Reiner Moritz. Una entente, por tanto, que reúne a unos cuantos pesos pesados del negocio audiovisual.
El otro aspecto, el artísti-
co, que hace de la ópera en cine una experiencia tan peculiar es, naturalmente, la realización de las producciones para la pantalla, a cargo de un ya veterano de la televisión como es Ángel Luis Ramírez. Aquí caben dos teorías, y eso lo saben los aficionados que atesoran vídeos y DVD de sus óperas favoritas. De un lado está la que prefiere que el espectador se sienta en el teatro y vea como en él, con la perspectiva correspondiente a una butaca bien situada. En este caso se ha preferido la otra, que es la que prima hoy, y que se sirve mucho más de la técnica cinematográfica, de la vista general pero también de los detalles. De este modo, la versión en cine posee sobre la original la ventaja de poder observar muy de cerca los sentimientos de los protagonistas y hasta los esfuerzos de los cantantes. Uno puede ver, así, por ejemplo, por qué la Amsellem es una Traviata tan expresiva, admirarse de la naturalidad con la que Juan Diego Flórez resuelve, sin esfuerzo aparente alguno, las agilidades que Rossini escribió para su Conde de Almaviva en El barbero de Sevilla o calar al fin cuán mala persona puede ser el Scarpia de Ruggero Raimondi en Tosca.
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