Perdedor
DE ESQUILO, padre de la tragedia, apenas sabemos nada. Casi nada, y todo muy dudoso, sobre él, y, lo que es peor, prácticamente nada sobre su ingente obra, estimada en noventa tragedias, de las que conservamos sólo siete, ni siquiera la décima parte. En realidad, aunque, como vemos, muy escasa, la información sobre Esquilo, Sófocles y Eurípides es, si se quiere, comparativamente, más abundante que la que tenemos sobre este fundamental género dramático y sobre sus autores, la mayor parte de los cuales nos son conocidos sólo de nombre. Es lógico, por tanto, que, a partir del Renacimiento, la investigación para completar estas escasas fuentes y el estudio, fundamentalmente filológico, sobre la tragedia, fuera una preocupación intelectual apremiante en Occidente, si bien, a pesar de este formidable esfuerzo de varios siglos, todavía subsisten muchos puntos oscuros y polémicos.
Cuando la ansiedad por conocer no se corresponde con los datos fiables obtenidos, el hombre no tiene más remedio que suplir con la imaginación y la intuición lo que la realidad no le proporciona. En el caso de la literatura y el arte, estas deficiencias eruditas pueden tener, sin embargo, la ventaja de hacernos ahondar más y mejor en la lectura y la contemplación, pues, al fin y al cabo, la obra de arte se alimenta de la experiencia vivida y desafía por sí misma nuestra capacidad crítica. Es lo que ha demostrado el escritor albanés Ismaíl Kadaré (Gjirokastër, 1936), del que se acaba de traducir a nuestra lengua un ensayo titulado Esquilo. El gran perdedor (Siruela), en el que no sólo analiza, comenta y recrea la vida y la obra del gran escritor griego, sino que aventura sugestivas hipótesis nuevas sobre temas y motivos cruciales de sus principales composiciones trágicas.
Oriundo de la península balcánica, una zona, como su vecina Grecia, aislada de Occidente por el prolongado yugo turco, Kadaré vive la remembranza de Esquilo un poco desde dentro, reconociendo muchos elementos atávicos de los escritos de éste en la cultura popular de su país natal, que no en balde mantiene ritos y costumbres ancestrales. De todas formas, lo que mejor reconoce Kadaré es el vibrante mensaje humano de las tragedias de Esquilo y se apasiona con ello, el mejor método para sacar todo el fruto de una obra de arte. De esta manera, al poco de adentrarnos en la lectura de su ensayo, sea cual sea nuestro conocimiento previo sobre la tragedia griega, nos sentimos atrapados por el fascinante diálogo que establecen, con veintitantos siglos de por medio, ambos escritores, comprometidos por igual en explorar el misterio de la patética existencia humana.
Hoy que estamos cada vez más cegados por una banal reducción del conocimiento a lo que acaece en la actualidad más ramplona, el luminoso fuego con que Kadaré nos remite al más remoto pasado para explicarnos, mediante Esquilo, de dónde venimos y quiénes somos, y, por tanto, con qué nos deberemos enfrentar, es un don precioso, único, verdaderamente conmovedor. En este sentido, ese "gran perdedor" que fue Esquilo sigue sufragando nuestras pérdidas, la oscura y secreta misión que, ayer y hoy, concierne al arte, tan inútil como imprescindible.
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