Una estremecedora película de Michael Winterbottom denuncia Guantánamo
La española 'La gran final', presentada fuera de concurso, fue recibida con una fuerte ovación
El director británico Michael Winterbottom se mueve en todos los géneros cinematográficos con sorprendente habilidad y frecuente fortuna, pero en The road to Guantánamo ha acertado de pleno, como se le reconoció en la rueda de prensa al ser recibido con la ovación más intensa de cuantas se hayan oído en esta edición del festival. Combinando entrevistas, material de archivo y secuencias de ficción, Winterbottom narra la atroz experiencia de cuatro muchachos musulmanes de nacionalidad británica que acabaron encarcelados en la terrible prisión de Guantánamo acusados de terroristas.
Eran chicos casi adolescentes -el mayor de 23 años- que en 2001 viajaron desde Tripton a Pakistán para celebrar allí la boda de uno de ellos. Animados por la aventura del viaje, se dirigieron luego a Afganistán sin percatarse de que las tropas norteamericanas habían comenzado a bombardear zonas de aquel país como reacción a los atentados del 11-S. En la confusión, uno de los amigos desapareció para siempre, mientras los demás fueron detenidos y conducidos a la base americana de Guantánamo, donde se les acusó de pertenecer a las filas de Bin Laden. Lograron su libertad tras dos años de atroces vejaciones.
The road to Guantánamo es una película magnífica, sobrecoge por su contenido y admira por su inteligencia narrativa. Con la ayuda del codirector Mat Whitecross, el arriesgado Winterbottom combina imágenes reales con otras reconstruidas por él (magníficos actores, por cierto, los cuatro jóvenes), junto a los testimonios actuales de los tres supervivientes. No hay un minuto de desmayo. Todo en la película es trepidante y eficaz, dejando en el espectador la desazonadora evidencia de que vivimos en un mundo atroz donde los paladines de la justicia democrática no se distinguen de sus enemigos, al menos en cuanto a crueldad. El público siguió la proyección sin parpadear: desde el comienzo, cuando aún no se adivina la tragedia, la película le había ensimismado y sólo al final pudo reaccionar con un aplauso vivo y rotundo.
Ya era hora. El festival no respondía hasta el momento a las expectativas de calidad que se habían anunciado. Baste para comprobarlo las otras dos películas presentadas ayer a concurso, la tailandesa Olas invisibles, de Pen-ek Rataraunag, y la iraní Es el invierno, de Rafi Pitts. La primera es una curiosa película de gánsteres que cuenta la historia de una venganza sofisticada, salpicada con gotas de intencionado absurdo; y la iraní es un cuento que hace referencia al afán de los jóvenes sin trabajo que quieren abandonar el país, pero la película no va más allá de un blando lirismo, y con ese estilo endogámico de cierto cine iraní que pretende que las elipsis o los silencios valen más que mil palabras. Obtuvo una reacción fría, a pesar de la simpatía que había despertado frente a las protestas de grupos de extrema derecha por la presencia iraní en el festival. Muchos periodistas habían recibido mensajes invitándoles al boicoteo, y hasta hubo una pequeña manifestación frente al hotel donde la delegación iraní estaba ofreciendo un cóctel.
Pero éste es un festival que acaba dispersándose por el gran Berlín y muchos acontecimientos caen a desmano, o no lucen como deberían. Ocurre, por ejemplo, con los premios honoríficos, entregados en esta ocasión al veterano actor británico Ian McKellen, que hizo una relajada confesión de su homosexualidad, y al director polaco Andrzej Wajda, que ha anunciado el rodaje de otra superproducción sobre otra masacre de la Segunda Guerra Mundial. Tan disperso queda todo que el hecho de que el director de la película tailandesa de la competición hubiera sido descubierto hace seis años en el Forum, donde se muestran películas de nuevos autores, ha caído tan en vacío como seguramente ocurrirá con los talentos que se descubran este año.
Incluso algunas películas de la sección oficial fuera de concurso se presentan poco menos que a escondidas. Es el caso de la española La gran final, que, sin embargo, obtuvo un lleno absoluto y una ovación de campeonato. Es una curiosa coproducción hispano alemana que habla de fútbol, tema al que el festival dedica este año una clara afición como adelanto a los próximos mundiales. Pero La gran final, dirigida por el documentalista Gerardo Olivares, no es sólo una película sobre fútbol, sino un interesante y divertido acercamiento a la forma de vida de indios del Amazonas, de tuaregs del desierto y de cazadores de Mongolia, empeñados en ver por televisión la final de la Copa de Mundo de 2002 en que se enfrentaron Alemania y Brasil, con sonada victoria de éstos. Ninguno de los tres grupos dispone de un televisor o de corriente eléctrica, pero no hay nada que les detenga. La gran final cuenta sus respectivas peripecias para lograr ver el partido, ya sea en medio del desierto o de la jungla, o donde les haya llevado su nomadismo. Olivares ha sabido hacer una película de ficción desde su experiencia de documentalista, y el resultado es un espectáculo visualmente brillante y con buen humor en los detalles y personajes de cada uno de los tres cuentos. Una agradable sorpresa.
Babelia
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