El hecho diferencial
SEGÚN LAS ÚLTIMAS investigaciones que nos llegan de universidades de Utah, Iowa o Minnesota, los negros, definitivamente, no tienen el ritmo en la sangre. Y hay que creer lo que diga un científico de Utah porque es un Estado donde ningún elemento externo puede distraer la atención de un científico salvo que se convierta al mormonismo, y es de comprender que, con cinco mujeres alrededor anhelando prestaciones, ese científico, convertido en Macho Alfa, ande distraído y con todas sus neuronas ocupadas en satisfacer el natural requerimiento matrimonial multiplicado por cinco. Pero por lo general son de ese tipo de Estados en los que, o bien investigas, o bien te suicidas, dos actividades bastante frecuentes según lo que rezan las estadísticas. Ya lo contaba Bill Bryson en aquel fantástico libro de viajes por América que se llamaba The lost continent (en España se tradujo con el estúpido título de ¡Menuda América!). Bryson decía que después de dos horas conduciendo por Iowa se bajó del coche y comprobó que para tener una vista privilegiada del paisaje abrumadoramente llano de ese Estado lo único que hay que hacer es subirse encima de una guía telefónica. A lo que iba, que cada día que pasa, los científicos parecen tenerlo más claro: los seres humanos somos idénticos, sólo tenemos pequeñas diferencias externas que nos hacen sentir profundamente orgullosos o tremendamente acomplejados. Estamos hechos en serie. Me lo dijo Jan, mi profesora de gimnasia, que había ido a ver la exposición más polémica de la temporada, la de los cuerpos humanos abiertos en canal. Polémica por la procedencia de los cuerpos, que, decían, venían de China, y se especulaba sobre el tipo de muerte del que salieron los muertos. Polémica también por mostrar cuerpos reales. La cara de los muertos nos dice que eran orientales, pero en el interior son como blancos o como negros. Tú y yo, por ejemplo, somos idénticas, dice la profesora. Es cómico escuchar esa afirmación de esta gimnasta que es giganta como una infanta y que me hace aparecer a mí ante el espejo del tamaño de una menina, por seguir con el simil monárquico. Pero sí, somos iguales por dentro; incluso el paso del tiempo tarda en notarse: una persona de 40 años es casi igual que una de 20, sólo es la piel y la carne las que pierden lustre (¿sólo?). Qué bonito sería que yo ahora introdujera aquí el speech sobre lo cruel que es la mirada humana, pero no lo haré: yo también me considero sensible a esas pequeñas pero deliciosas diferencias, qué caramba. Después de hacer gimnasia con la infanta voy a ducharme. Es difícil para mí estar en estas duchas americanas: mujeres de toda edad y condición hablan desnudas, desnudas van y vienen, se ponen crema, se secan el pelo. Tengo que tener cuidado, mi forma de mirar es inequívocamente española y miro con un poco de impertinencia. En Nueva York hay que mirar sin que se note. Los neoyorquinos son expertos en mirar de soslayo. A mí me gusta investigar esas pequeñas diferencias del cuerpo femenino. Soy un tanto voyeuril. Hay veces que coincido con una india que tiene las tetas bizcas, o sea, cuyos pezones miran para dentro. ¿Es que no es extraordinario? Me encanta observar a las ancianas que ríen y bailan con la música ambiente; el otro día cantaban I will survive, y era muy cachondo verlas. Ahí lo llevaban, un poco chepudas; algunas con las tetas grandes y extendidas por el abdomen, otras con pechos diminutos y culo enorme, todas ellas con incontables arrugas como las del viejo y querido papel cebolla. En realidad, su salud es envidiable, su risa, su optimismo, y ahí estoy yo escudriñando como una espía esas diferencias que van apoderándose también cada día de mi cuerpo hasta que me convierta en una de ellas. Pero si de pronto todas muriéramos, si de pronto nuestros cuerpos fueran sometidos a mil procesos químicos y abiertos en canal para que cientos de visitantes morbosos nos observaran, seríamos bastante parecidas. Todas y todos. Parece que la ciencia es la única resistencia real que existe ante tanto disparate, ante tanto amor a la diferencia. Un negro es igual que un blanco. Un homosexual es igual que un heterosexual. Una mujer es mucho más parecida a un hombre de lo que tantas disquisiciones sobre género quieren demostrar. Una mujer llamada Annie Proulx que vive en Wyoming escribió en 1998 la historia de Jack Twist y Ennis del Mar; construyó el cuento gracias a su enorme talento literario y a las historias que la gente del campo le contaba. Jack y Ennis, dos vaqueros de infancia desgraciada y pobre, viven la más arrebatadora historia de amor posible mientras pastorean ganado a los 20 años. Es Brokeback mountain, claro, y se ha convertido en todo un fenómeno de masas. No responde a ninguno de los tópicos gays de los que adolecen a veces historias escritas por los propios gays, más preocupados en que el mensaje cuadre entre su público potencial que en la emoción del argumento. La vida de Jack y Ennis, contada por esta escritora, es seca, dura y sobrecogedora; lo es también en la película de Ang Lee, y lo es en los ojos de esos dos actores, que saben actuar para que el público vea por encima de todo a dos hombres enamorados. La historia se salta los mil tópicos sobre el asunto: escrita por una mujer, de ambiente rural, de seres sin glamour y sin educación, de amor hasta la muerte entre dos hombres. Eso sí, en el cine son fundamentales esas pequeñas deliciosas diferencias externas, y aunque todos los seres humanos somos iguales (por dentro), el director optó por dos actores, Heath Ledger y Jake Gyllenhaal, guapísimos (por fuera). Mucho más seguramente que esos paletos de Utah y Montana que la novelista tenía en la cabeza. Pero seguro que Proulx disfruta de la elección, como disfrutamos todas. Y todos. Obviamente.
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