La nit del foc
Una flor de pólvora empieza a crecer en Mestalla. Para ambientar la cita con el Barcelona, Cañizares ha conseguido en la peluquería unas mechas inflamables de latón, ha descolgado de su fondo de armario un deslumbrante jersey de ceremonia y ha buscado en su neceser unas medias reglamentarias de espadachín. Su caso merece una película de terror: después de un pacto con el diablo y otro con la cosmética, ha completado su transformación de atleta en crisálida, y ahora luce el inquietante aspecto de esos asesinos andróginos que se ponen una máscara de hockey, agarran el machete de cortar caña, caña de cañizares, y acaban en una sola noche con todo el campamento de verano.
Si Samuel Eto'o fuera sensato, tomaría varias medidas radicales: renunciaría a la crema hidratante, se embadurnaría de ceniza para compensar, besaría tres o cuatro veces la medalla milagrosa y pediría la protección del círculo tropical de chamanes, que son gente muy versada en calabazas, exorcismos y porteros de noche.
Bajo la inspiración del capitán, el equipo ha movilizado a todos sus artificieros. Albelda, el mago del buscapiés, memoriza los movimientos de Iniesta, toma el número de Márquez, le hace una radiografía a Andersson y afila sus dientes de saurio en el canto del banquillo; qué peligro tiene este caimán. También licenciado en el oficio de repartir, Pipo Baraja se desliza por el último tobogán de su vida de competidor, una aventura personal en la que ha recorrido, hoy abajo, mañana arriba, todos los estados de ánimo. A su alrededor se mueve Pablo Aimar, el niño de las bengalas. Su memoria se remonta a los años en que Argentina buscaba al sucesor de Maradona; a un futbolista preferiblemente ligero cuya figura evocase a aquel gordito de peluche que siempre sabía qué hacer con la pelota y nunca supo qué hacer con su vida. Llegó para hacernos olvidar y hoy sirve a domicilio pases envenenados con ácido y purpurina.
En el arte de interpretar el fútbol como una extensión de la pirotecnia, Pablito alterna con David Villa, un amigo inesperado que nos asombra cada día en el intento de establecer sus propios límites. A primera vista es como todo hijo de vecino, pero se distingue de los futbolistas de serie por tres formas de actuar: una manera de peinar la hierba con los tacos, una manera de entender la profundidad de campo y una manera de convivir con la electricidad. Lleva una carga de bombas, de bombas volantes, y se esconde en los pliegues de la cancha; a veces en una grieta del dibujo táctico y a veces en el uniforme descosido del defensa central. Luego aparece por sorpresa y lanza ese último cohete ensordecedor en el que necesariamente terminan las tracas del juego.
Por ahí viene Rijkaard con su torbellino mecánico. Mestalla le espera listo para incendiar.
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