En memoria de Juan Soriano: "Sin la muerte nada tendría valor"
En México Juan Soriano (1920- 2006) no es una leyenda; es una sucesión de leyendas, desde el niño prodigio que llega de Guadalajara, Jalisco, a la capital en 1936, todavía en la etapa estelar de los muralistas al artista en plenitud que pinta, dibuja, graba y disemina esculturas monumentales, nunca de héroes, agradeciblemente. La calidad pictórica y la pasmosa facilidad verbal multiplican los relatos, así por ejemplo la de un ser al que su conducta margina y al que su obra y su actitud sitúan en el centro, la del artista consagrado que provoca con tal de no dejarse encasillar, la del esteta vigorizado por las formas populares.
Soriano es el rebelde que, hasta cierto momento, se opone a vivir dentro de una biografía autorizada porque lo mejor es siempre empezar de nuevo, como si la responsabilidad de sus existencias anteriores le correspondiese sólo a la memoria colectiva que no le importa porque es amnésica, que le importa enormemente porque él la representa.
Soriano pinta, se involucra en proyectos escultóricos, viaja, refrenda lazos amistosos, cita con frecuencia a Octavio Paz para comprometerlo con el diálogo incesante, se deja entrevistar, se queja de la crítica, acepta que si se queda en México se enmohece y si no regresa se burocratiza. Experimenta con la luz, el color, la forma la evocación de las formas y, además, cuenta su vida y sus opiniones con ánimo de no congelarlas en el recuerdo. Concilia la tempestad en vaso de agua y las contradicciones que caben en un monosílabo.
"Todas las cosas tienen color aunque sean blancas", afirma, y todas las formas se fragmentan, y ninguna vida es tan monótona como para estar al tanto de la diversidad de la muerte. Él, que conoce a los demasiados Méxicos que caben en el arte del país en un siglo, es su propio paisaje y la naturaleza hecha de opuestos que no admite la adjudicación de un sentido definitivo porque eso sería como renunciar al uso de la palabra.
Al principio, a Soriano todo sorprende porque contempla a la sociedad cerrada del periodo 1930-1950 (aproximadamente) desde las filtraciones libertarias. Luego, es el viajero animado por las amistades y los caminos intelectuales que se abren al paso de las conversaciones: "...pues hasta entonces había vivido a la manera de un niño a quien sus padres le impusieron la vida que ellos tuvieron, sin permitirle la independencia necesaria para poder elegir, y en ese momento me di cuenta de lo que debía hacer era acabar con la vida de parrandas, las visitas a algunos amigos que me eran muy simpáticos pero que me resultaban tan perniciosos para mi tiempo como lo era yo para el de ellos".
Y el proceso intelectual muy intenso en Soriano aunque él suela ostentar su "mirada de inocencia", se afina con la entrega a la pintura, el ver el mundo desde la perspectiva utópica o desde la abstracción ("un estallido de libertad") o desde la metamorfosis infinita de un personaje o una idea. Y a lo largo del tránsito se da el peregrinar de la persona, con todo y excesos, amores, entusiasmos, suspicacias, entregas sensibles.
Desde su adolescencia Soriano conoce y se hace amigo de todos los que representan algo en México, artistas, escritores, intelectuales. Su vida íntima no es un secreto: decide normalizar su homosexualidad y la vive al margen del descaro, la provocación, el ocultamiento. En su etapa final los poderosos, en especial los grandes empresarios, lo buscan. Les parece único en su singularidad y él no condesciende, continúa como si los prejuicios machistas no existiesen y en su caso logra arrinconarlos.
El refinamiento (la inteligencia de la sensibilidad) permanece, pero ya en cada cuadro, o en cada objeto implanta sus propios contextos. Surgido del arrobo y del desencanto (del modo en que la práctica del oficio es la estrategia de sobrevivencia psicológica), el arte de Soriano es, de principio a fin, de una complejísima sencillez, la armonía que convoca a la variedad de estados de ánimo.
Mientras esto sucede, a Soriano lo alcanza, y de varias maneras, el reconocimiento, expone en numerosos países, recibe premios nacionales e internacionales y, en conversaciones y entrevistas, se contradice y contradice, maneja teorías deslumbrantes, es pródigamente autobiográfico sin caer jamás en lo confesional. En su madurez y en su vejez, Soriano recuerda y olvida, él no es más grande que sus obras, y aún, como el aforismo de Canetti, está lleno de imágenes que anhelan ser rescatadas, de frases que remiten de inmediato a cuadros: "Sin la muerte nada tendría valor: cada dibujo que hago, cada conversación que tengo, cada momento que vivo; son únicos e irrepetibles y lo son porque va a pasar el yo que lo vive".
Le sobrevive su compañero Marek Keller.
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