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Columna
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La herida

Rosa Montero

Estoy convencida de que, en el fondo, el inaceptable escándalo originado en el mundo musulmán por las caricaturas de Mahoma no responde a una cuestión religiosa, de la misma manera que los actos criminales del 11-S no fueron perpetrados con la finalidad de vengar a los pobres del mundo. Respecto a esto último, recordemos que los terroristas de las Torres Gemelas eran niños bien, gente con dinero, estudiantes que habían hecho sus carreras en prestigiosas universidades de Occidente. Y ahí es donde creo que está la clave subterránea de todo este dolor y esta desgracia: en el sentimiento de humillación. Imagina a esos estudiantes ricos, herederos de viejos apellidos y orgullosos de sus tradiciones culturales, llegando a las universidades y siendo menospreciados por unos compañeros de estudios occidentales más pobres que ellos, quizá menos cultos; unos míseros plebeyos, en fin, que apenas si hubieran alcanzado la categoría de sirvientes en las sociedades arcaicas y casi feudales de las que provenían los arrogantes señoritos árabes. Debió de parecerles algo inadmisible.

Creo que el ser humano lo puede soportar todo menos la humillación, lo cual, bien mirado, resulta incluso alentador. Hitler creó su infierno sobre el agudo sentimiento de humillación de los alemanes de entreguerras, aplastados por las denigrantes condiciones del Tratado de Versalles. Indignidad presente más grandeza perdida: he aquí una fórmula fatal que nos vuelve locos. El mundo árabe lleva siglos viviendo en esa herida. En el recuerdo mítico del poderío pasado y en su devaluada invisibilidad actual. Una intelectual argelina, laica y luchadora, me habló hace ya años del oscuro resquemor que sienten los ciudadanos árabes al comprobar que su cultura no está reflejada en ninguna parte del predominante discurso occidental. Y es cierto que nuestra sociedad ignora la tradición islámica: su literatura, sus artistas, sus logros científicos. Pero también es cierto que el mundo árabe, con su pétreo reaccionarismo, es el primer culpable de su situación. Ya digo, creo que lo de las caricaturas no es una cuestión de fe, sino de orgullo lastimado: rugen de furor porque piensan que nos reímos de ellos. Tremenda y peligrosa herida la suya. Y de difícil arreglo.

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