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Columna
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Pánico en el cielo

Lo que voy a contar es cierto. Iba el otro día en un vuelo Madrid-Vigo cuando encontrándonos ya en pista para despegar, con la rampa recogida, las puertas cerradas y las instrucciones de supervivencia dadas (instrucciones que, no sé por qué, siempre escuchamos como si nos estuvieran contando El gato con botas) comenzó un ir y venir de sobrecargos y auxiliares de vuelo andando más deprisa de lo normal. Mi vecino de asiento, que ya se había santiguado, quizá un poco precipitadamente, giró la cabeza hacia las profundidades del pasillo. Todo el pasaje (salvo algunos extraños seres, cuyo mundo interior o la lectura de Ronda Iberia los absorbía completamente) inclinó medio cuerpo en la misma dirección. Algo pasaba. La sobrecargo aceleró mucho más el paso. Entraba y salía de la cabina de control con tal velocidad que los pespuntes en rojo de Adolfo Domínguez centelleaban en el aire. A continuación, vimos transportar un vaso de agua, un zumo, unas servilletas. Sin embargo, no se oyó la mítica frase preguntando si había un médico a bordo, tan inesperada para un médico como para un taxista lo de siga a ese coche.

En cualquier caso, se estaba haciendo urgente una explicación cuando la voz (muy agradable y sugerente, por cierto) del Comandante se abrió paso entre los murmullos. Dijo con serena objetividad que un pasajero se había puesto enfermo y que volvíamos hasta el punto de salida, o sea, al otro extremo del aeropuerto. Mi compañero de asiento descruzó y volvió a cruzar las piernas con fuerza en señal de contrariedad. Por mi parte miré el reloj con teatralidad. Qué le íbamos a hacer. No se podía protestar en un caso así. Había que ser humano y no resoplar como un pasajero de la primera fila que quedó como un auténtico cerdo. El caso es que llevábamos ya tres cuartos de hora de suspense cuando por fin vimos avanzar hacia la cabina al que debía de ser el enfermo. Se quedó allí dentro. De vez en cuando se abría la puerta y se veían sus largas piernas inquietas. Mientras retrocedíamos lentamente por las pistas alguien reunió su equipaje junto a la puerta delantera.

Por fin salió, pero en esta operación habíamos consumido tanto combustible que había que repostar de nuevo. Empezamos a resoplar todos con aspavientos. Nos quitamos los cinturones y abrimos los móviles. Por mi parte me atreví a preguntarle a la sobrecargo cómo después de tanto lío el enfermo había salido por su propio pie, tan fresco, sin ambulancia ni nada. Dijo que había sufrido un ataque de pánico. Habían probado a hablarle, a darle agua, a llevarle a la cabina, que por lo visto es algo que da buen resultado. Todo en vano. Entonces mi vecino y yo nos miramos. ¿Y si había tenido una premonición? ¿Y si había sido más listo que nosotros y había salido a tiempo? Echamos un vistazo melancólico por la ventanilla. Pedí internamente que no volvieran a contarnos lo del salvavidas y la mascarilla porque puede que ahora me lo tomase en serio. Recogida la rampa por tercera vez y en pista para despegar mi vecino se santiguó clavándose los dedos como si no fuésemos a contarlo. La realidad era que nos estábamos elevando en el aire, rodeados por desconocidos, en un cacharro del que no teníamos el control ni la más remota idea de cómo funcionaba. No teníamos más remedio que confiar en la tecnología, en la providencia y en la pericia de los demás. Y cuando todo esto falla, hay cursos para aprender a perder el miedo a volar. Como si lo raro fuese tener miedo. A veces lo más sensato es salir corriendo, la pregunta es ¿adónde?

Más o menos como este mundo en que viajamos a través del espacio tan mal avenidos. Más o menos como la vida, que en el fondo también está en manos de otros por mucho que se nos diga que somos dueños de nuestro destino. Si fuese verdad, no necesitaríamos gurús, ni psicólogos para remontar los bajonazos, ni la gran variedad de cursos para hacernos con las riendas de nuestros estados de ánimo.

Los tiempos cambian y con ellos las metáforas de la vida. Lo que antes explicaba el tren con su linealidad de hierro, ahora lo explica mucho mejor el avión con su aparente fragilidad de globo. ¿Qué es una ciudad como Madrid si no una aeronave con pasajeros dentro? A veces estamos tan perdidos que parece que miremos por la ventanilla de un avión en plena noche. Y a veces sentimos tanto miedo a estar solos y a fracasar que nos entra el típico ataque de pánico a volar. Con la diferencia de que ahí afuera no siempre tenemos a alguien dispuesto a tranquilizarnos y a detener el viaje.

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