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Columna
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Invisibles

Ha venido un señor de Harvard, Carl Steinitz, experto en paisaje, a decirnos que la Albufera es un milagro y que además está en peligro. Edificar el Oceanogràfic, al lado de la Albufera y en la misma dirección del mar es como poner una jaula en medio de la selva. Han venido los señores de la Fundación Alternativas para debatir en Valencia sobre las alternativas para la España plural. Manuel Alcaraz y Suso del Toro fueron los encargados de situar el tema ante cincuenta contertulios. Cada cual ha expuesto lo que le ha parecido y el resultado del encuentro se ha reflejado en cinco horas de sesudas intervenciones. Una vez más los casos catalán y vasco, con su constante monopolio de la actualidad, han ocupado las disertaciones, que más adelante formarán parte de un libro.

Como ocurre en este tipo de encuentros los parlamentos se basan en citas y disquisiciones académicas casi siempre alejadas de la situación que viven las personas en su quehacer diario. No es cierto que los ciudadanos se olviden de sus condiciones de vida, a cuenta de unos magnos proyectos, sobre los que no tienen opción a opinar más que cuando están construidos. No es que el pueblo soberano esté siempre acertado con sus posicionamientos, pero la democracia tiene un precio que hemos de estar dispuestos a pagar.

Después de este tipo de encuentros, que se configuran en torno a un mundo mejor, llego casi siempre a la conclusión de que entre los círculos ilustrados españoles, la Comunidad Valenciana no existe. Embajadores de un sentimiento amable y acogedor, hay todavía hidalgos que cabalgan por los campos de España con el empeño, más que en la confianza, de que la pluralidad y la coexistencia son algo más que unos estimables propósitos.

Hay una falta detectable de inteligencia, que no tiene nada que ver con los coeficientes intelectuales, sino con la capacidad de interpretar a los demás y sobre todo de ponerse en el lugar de los otros. Partimos a menudo del desconocimiento, por no decir ignorancia, de los temas que preocupan a otras zonas de España. ¿Por qué en vez de cerrarnos en los límites hispanos no miramos hacia arriba y elevamos nuestra visión hacia Europa? Y en ese ir y venir, en el que vascos y catalanes acaparan la atención y los pactos, los valencianos continuamos sin existir. Es un problema de cultura. Es decir, no estamos suficientemente cultivados. Por ejemplo, en Bélgica, los niños aprenden simultáneamente a hablar en flamenco, en francés y en inglés. En los trenes, los revisores utilizan el flamenco y el francés indistintamente, dependiendo del territorio por donde circula el ferrocarril y los rótulos que anuncian las estaciones, lo hacen indistintamente en ambas lenguas oficiales del país. Y nuestras jóvenes generaciones, cuando viven en aquellos territorios, se empapan de un espíritu tolerante que no tiene nada que ver con la bronca permanente o el atentado con explosivos para dejar constancia de que los violentos siguen ahí. Los valencianos desde luego no existimos porque no importamos un bledo. Llevamos más de medio siglo subidos al carro y sin rechistar. No existimos apenas y en cualquier caso, ni nos ven ni nos valoran. El mayor riesgo es no correr ninguno: el frustrante amago de contrarreforma del Estatut es un buen ejemplo.

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