Mala leche
Rajoy podría haber jugado en estos dos años de oposición a la tolerancia, al centrismo, al juego limpio, al saber hacer, lo que le habría proporcionado simpatía y votos en sectores distantes del PP. Pero es de esas personas que se preguntan por qué estar bien pudiendo estar mal, convicción que lleva a todos y cada uno de los actos de su vida diaria. Ha renunciado a un futuro político interesante por ser fiel a la úlcera de estómago, a la pirosis, a la irritación gástrica. Cualquier otra persona, en su lugar, pensando que bien vale la Moncloa una sonrisa, habría hecho la vida más agradable a sus contemporáneos. Pero él no, él tiene una fe inquebrantable en el mal sabor de boca, en el prurito, en las digestiones pesadas.
Y no nos vayamos a creer que sus eructos obedecen a principios políticos. Si su partido (con otro al frente, él está liquidado) ganara un día las elecciones por una diferencia tal que necesitara, para gobernar, el apoyo de los nacionalistas, hablaría catalán en la intimidad de rodillas, y euskera con los brazos en cruz, y gallego a la pata coja, y cedería a estas nacionalidades el 200% del IRPF. Si lo dudan, acudan ustedes a las hemerotecas y comparen lo que decía Aznar antes y después de ganar por los pelos las elecciones del 96. No se trata, pues, de una cuestión de orden moral, sino de una fidelidad inquebrantable al colon irritable, a la mala leche. Cuando uno cree en la mala leche por encima de la inflación y del PIB y de la patria, no sobra el apoyo de nadie, sea un general de división loco, un teniente coronel golpista de la Guardia Civil o un presidente cutre de la Conferencia Episcopal.
El referéndum para el que tan acertadamente está pidiendo firmas ahora, desengáñense ustedes, no es para averiguar si estamos de acuerdo con que llueva, sino para remover un poco la bilis ciudadana, increíblemente adormecida. Lo hace porque es un hombre que cree profundamente en la amargura, en la caspa, en las tinieblas, en el crujir y rechinar de dientes. Y el empeño que pone en su fe le honra y nos solaza. No se deje seducir, señor Rajoy, por la bonhomía relajante de Acebes ni por las felices digestiones económicas de Zaplana. Viva el rencor, la pena, viva el odio.
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