Vender, comer, helar
Ha hecho mucho frío. En mi casa yo sentía, más que el frío, la ruina del aburrimiento: encerrado por culpa de unas décimas (de fiebre, claro), atendía a la radio y a la televisión con una especie de atención de baja intensidad que permite compatibilizar un adormecimiento crónico con una escucha constante y -esto es lo bueno- prácticamente indolora. Parece que de esta forma las cosas se sedimentan en la memoria con menos violencia y sin urgencias exigentes.
Quedan dos palabras: el frío y Fitur, Fitur y el frío. Con unas décimas, tienden a confundirse bajo el común denominador de la necesidad de vender. El frío, que vino después de Fitur, convirtió todos los paisajes imaginables en postales navideñas que dan un atractivo sobrevenido a cosas que son ya tan imponentes como la Mezquita de Córdoba o la Alhambra de Granada. La nieve es la enésima razón que hace imprescindible el viaje turístico. Además, todos japoneses. La imagen más repetida en los informativos la proporcionan cámaras que enfocan a gente con cámaras que a su vez enfocan o torreones o niños, que son imágenes de un Nacimiento que alguien ha tenido la previsión de no guardar en los altillos el día después de Reyes. Es lo mismo en todos los canales; incluso la música para la postal navideña es la misma. La fiebre sugiere un reajuste: son postales enviadas a principios de diciembre que llegan ahora por el retraso del correo. En todo caso, el frío y la nieve, que venden mucho.
Y Fitur: un bullicio de orgullo local para una industria nacional de la que tenemos enganchada la economía del país. Se entiende la omnipresencia en los medios, que en muchos casos ofrecen su información bajo el patrocinio de organismos oficiales. Se habla mucho de reorientar la oferta turística, y parece que la suma de lo rural y el encanto (como diría Millás: qué demonios será el encanto) gana puntos. También es lógico: un altísimo porcentaje de nuestras costas se ha convertido en una vergüenza que es mejor ocultar si queremos que la gente venga por aquí. Pero conviene no olvidar que hace muy pocos años esto que ahora nos avergüenza y puede arruinar el negocio fue el negocio por excelencia, incluso el emblema del progreso de una sociedad que se estaba modernizando. A ver si con la coartada del encanto repetimos con el campo la faena ya consumada en la mayoría de las playas.
Y comer. Comer vende muchísimo. En todos los reportajes se ve a gente comiendo, sea la hora que sea. Las autoridades tienen siempre el vaso lleno (lógico: no pueden beberse el trago con encanto de cada chiringuito). Hay mucha política que apenas tiene que ver con la industria turística: las instituciones gobernadas por distintos partidos acuden por separado y los chiringuitos se duplican y los folletos se centuplican. Una señora cargada con cuatro bolsas explica que era la mejor edición de Fitur porque nunca habían regalado tanto papel. Tantas postales. Por cierto: lo de comer y cocinar vende muchísimo, también en televisión. Pero el medio no puede dejar de dar su toque: duelo, enfrentamiento, rivalidad... También con la comida hay que hacer sangre.
Ha pasado el frío, pero no lo noto demasiado. El lunes por la noche me asomé a Bienaventurados, el programa de María Jiménez. Y se me heló la sangre.
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