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Columna
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Un sol de circo

Será que estos días tiende uno a ver sólo metáforas de la tormenta que no cesa. Pero la otra tarde, asistiendo embelesado al nuevo espectáculo del Circo del Sol, todo se volvía ejemplo en contrario, ejemplo de lo que no es, aunque debería ser. Los admirables prodigios de la pista eran contemplados por una muchedumbre absorta, en la que gentes de todos los colores habían dejado a la puerta sus diferencias sociales, políticas... Las maravillas de este Dralión, fabuloso combinado de dragón y león, las acrobacias, los equilibrios bailados hasta equivocarnos los lugares de la anatomía, la danza muscular de un atleta ensimismado en sus propios malabares, la interacción de los payasos con el público, todo invitaba a sentir la pulsión de los seres humanos por la causa primera: la felicidad y el bien común.

¡Si el mundo fuera como este circo bello y total!, seguro que pensaba más de uno. Y qué fácil parecía. Porque entre las muchas cualidades de esta inaudita conjunción del riesgo, la habilidad, el baile, la música, figura principalmente el que no se note, que no se perciba el esfuerzo descomunal que hay detrás de esa precisión matemática en el salto, en la cama elástica, en los que suben paredes como Spiderman pero sin hilo. Como si la humanidad hubiera conquistado finalmente el estado de gracia de la edad de oro en que la perfección se torna cotidiana, el odio ha muerto y la ingeniería democrática lo gobierna todo con eficiencia imperceptible.

Y es que este Sol de circo, que a todos nos calienta, nos reconcilia con el espectáculo de la vida, porque no hay más. No hay otra vida ni otra orquesta ni otra verdad que la de estos bailarines fulgurantes, ese éter de la alegría por el que suceden sus cabriolas, las volutas de un cuerpo extasiado. Un cuerpo que definitivamente ocupa el lugar del alma que no existe.

Lejos ya aquellas tardes descoyuntadas de los circos de antaño, tristes remedos del paraíso, con animales famélicos y payasos tristones, donde hasta el saxofón con su cobre en carne viva sonaba a fibra incomprensiblemente humana y se le podía ver la última papeleta de la casa de empeño colgando de un pistón oxidado; como que nos quitaron la afición. Aquí, en cambio, vemos a una pareja de danzantes caer del cielo envuelta en tules, buscándose barrocos hasta el beso total, poniéndonos el corazón en deuda con aquella pasión desmedida que no supimos sostener, como sí sostienen ellos la ilusión voluptuosa de un amor absoluto.

Se da el caso, en este panorama general de la belleza, de producirse como una mutación entre sus elementos, en pro del sistema de la perfección, pues todos parecen contagiados transversalmente por ese objetivo común: hacer de esta pista del mundo un lugar hermoso. Por eso los forzudos parecen bailarines y los bailarines acróbatas, los trapecistas payasos y los payasos malabaristas, mientras la música lo baña todo de emociones compartidas y las luces se divierten jugando al escondite con el lado amable de las cosas. No se lo pierdan.

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