Vuelta al carril
ESTÁBAMOS, HASTA hace diez días, en un viaje de largo recorrido, iniciado de forma un tanto aventurera, sin previa maduración de las condiciones que lo hubieran hecho comprensible; y continuado no porque no hubiera más remedio, sino porque de él se esperaba llegar a la solución de problemas enquistados. El experimento era nuevo, al menos por lo que se refiere al Gobierno central: nunca hasta ahora nos había gobernado una coalición de izquierda. Su posibilidad fue rechazada por Felipe González en las elecciones de 1993 y estrepitosamente derrotada en las de 2000, cuando el PSOE se presentó del brazo de IU y regaló al PP una aplastante mayoría.
La creciente irrelevancia de IU impide que, en España, una coalición de izquierda pueda sostenerse exclusivamente en partidos de ámbito estatal: requiere la presencia de la Esquerra catalana, que presume de ser antisistema, no porque sueñe con el derrumbe del capitalismo, sino porque busca la independencia de Cataluña y el fin de la Monarquía. Por muy lejana que se vislumbre la meta de una república catalana independiente, es obvio que en un sistema pluripartidista como el catalán, la presencia en la Generalitat de un partido de estas características, al que un PSOE con mayoría relativa convierte en socio privilegiado en Madrid, sólo puede tener un resultado: mucha puja al alza, no poca algarabía y, al final, un proyecto de Estatuto como el aprobado por el Parlamento catalán el 30 de septiembre.
Otro habría sido ese proyecto si CiU se hubiera mantenido en el Gobierno de la Generalitat y, de rechazo, como socio del Gobierno del Estado. Pujol, como se recuerda bien, prestó su apoyo al PSOE y luego al PP, creando así una pauta para la gobernación de España: cuando un partido de ámbito estatal no consigue la mayoría absoluta, sólo puede gobernar con el centro-derecha catalán. Cualquier otra fórmula es fuente de tensión e inestabilidad; y no porque los políticos sean así o asá, sino porque una coalición de izquierda con un componente nacionalista antisistema es por su propia naturaleza inestable; es un instrumento averiado para gobernar un Estado que no pretenda poner en discusión permanente las bases de su propia existencia.
Eso fue lo que ocurrió con el nuevo Gobierno socialista cuando amplió a Madrid la fórmula del tripartito de Barcelona. Una mezcla que, al dar curso a las reivindicaciones de Esquerra, empujaba al maximalismo al centro-derecha catalán, especialmente si se sometía a debate el consenso sobre el Estatuto, que no es resultado de una específica coyuntura política -la de 1979- sino que responde a la fuerza de las cosas, a lo que antes llamábamos una estructura: que Cataluña tiene un lugar propio en el sistema político español, fuera del cual no se entiende ni ella ni España.
Se trata, desde luego, de una estructura recorrida de antiguo por una tensión interna, fuente de conflictos que nos hemos acostumbrado a resolver mediante la negociación: ser imprescindible en Madrid eleva siempre el nivel de exigencia de autonomía en Barcelona: 15, 30, 50 por ciento, González, Aznar, Zapatero. El problema es que, en estos dos años de coalición de izquierda, la negociación tenía lugar, no entre el partido de ámbito estatal -el PSOE, en este caso- y un único interlocutor catalán, sino, en primer lugar, dentro del mismo tripartito, carente de una política común en cualquier cosa que afecte a intereses de Estado; y, luego, entre cada miembro del tripartito -uno de ellos parte de la misma familia- con el Gobierno. Un lío inextricable, un quebradero de cabeza.
Hasta que, haciendo por una vez de González, Zapatero ha llamado a Mas, que no ha perdido ni un minuto en hacer de Pujol, con el propósito de reemprender el viaje por el carril acostumbrado. Son, como salta a la vista, dirigentes de otra generación: veinticinco años más jóvenes que sus mayores, veinticinco años que llevaba vigente el anterior Estatuto. Y, sin embargo, se ha vuelto a imponer la fuerza de las cosas, como en 1932, como en 1979. ¿Por cuánto tiempo? Nadie lo sabe: ahora el tiempo vuela y quizá desde mañana mismo algún listillo se pondrá a reescribir la historia, y se corra la voz de que esto es una especie de carta otorgada, una cesión ante cierto ruido de sables, una claudicación. De manera que, si al acabar este tumultuoso y pesado viaje, tampoco aclaramos qué cosa sea el Estado español, y hasta dónde, blindada o no, llega su autonomía, los que vengan detrás emprenderán otra vez alegremente la aventura con el propósito de alcanzar la estación de término que desde hoy tiene un nombre: 30 de Septiembre.
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