El niño lama
LAS ESTRELLAS ya no brillan como antes. Por eso es tan difícil distinguirlas. Conozco gente que vive en esta ciudad desde hace años que se asombra de que yo vea tantas por la calle. Soy como el niño de El sexto sentido, pero en vez de ver muertos "veo famosos". Y no es fácil. En la segunda ciudad del mundo, después de Los Ángeles, que alberga más famosos por metro cuadrado es complicado distinguirlos del resto de los humanos. Cuando el glamour existía se distinguían antes. En dos noches consecutivas veo en dos restaurantes distintos a una celebridad deayerdehoyydesiempre y a otra de las de ahora. La primera, Shirley MacLaine, la ascensorista de Billy Wilder. Está en un rincón del restaurante Vico, un italiano de pasta buenísima en el que el dueño tiene el inconfundible aire de los italianos neoyorquinos, cuya italianidad se resume en un exceso de gestos, un atractivo físico basado en los defectos (nariz grande, cabeza enorme, estatura tirando a corta) que no consiguen los americanos de origen anglosajón, y el convencimiento de que son italianos aunque jamás hayan estado en Italia ni falta que les hace. Los italianos son como los de Bilbao, nacen donde les sale de los huevos. Un dueño de restaurante italiano es un individuo que se mueve por el restaurante sin hacer nada, como diciendo: éstos son mis dominios, que te reconoce al segundo día que vas y te dice, bella, signorina, y que le piace infinito verte. Son las únicas palabras que sabe en el idioma de sus bisabuelos, pero esas cuatro palabras le dan muchísimo dinero y está encantado con que la gente piense que hay un trasfondo mafiosillo en el negocio. Quién no desea ser como Tony Soprano. Por mucho que el presidente de la comunidad italiana proteste de vez en cuando por la idea que los Soprano, esa familia hortera de Nueva Jersey que se dedica a extorsionar, asesinar y creer en Dios y en los lazos familiares, da de los italianos. Ahí ha radicado el éxito de la serie Aquí no hay quien viva, en hacer patente que casi todos los presidentes de comunidades son patéticos. El dueño del restaurante Vico se permite el lujo de charlar de vez en cuando desde su pequeño trono con nuestra Shirley, que preside lo que parece ser una cena de amigos. No es como aparecía retratada en El apartamento, Shirley MacLaine es una mujer de importante envergadura, grande, cabeza grande, y, como las damas neoyorquinas que sobrepasan los sesenta, tiene la gracia de ir muy maquillada, pero con arte, con rabillos largos de eye-liner que acentúan sus célebres ojos achinados. Su elegancia nace de ser un poco excesiva, su cuerpo serrano lo va diciendo: "Yo no soy cualquiera", que es para lo que estaban educadas las estrellas de antes, para no ser cualquiera, entre otras cosas porque el público depositaba en esa presencia todos sus sueños frustrados.
En el Union Square Café, uno de esos escasos restaurantes que se pueden denominar "de los de toda la vida", en esta ciudad veleidosa en donde es casi imposible que los restaurantes duren más de cinco años, los camareros responden más al tipo de aspirante a actor. Es ese camarero que te sonríe y te pregunta cinco veces si la comida está bien porque se está trabajando la propina. A veces, cuando recitan los platos especiales del día, están los pobres tan sobreactuados que te da un poco de vergüenza ajena. En una mesa alejada de la nuestra llama la atención un grupo de seis personas que le ríen las gracias a un comensal. Lo chocante es la atención tan grande que le prestan a un muchacho muy joven con un gorro de lana hasta las cejas. Es como si fuera un niño comiendo con sus cuatro abuelos que no paran de reírle las gracias, como un niño lama. Eso es lo que me hace pensar intuitivamente que el niño del gorro es un actor. También el gorro es una buena pista porque el restaurante en el que estamos invita a ir un poquito arreglado, arreglado pero informal, es un sitio de editores y periodistas, y sólo un actor se saltaría hoy esas reglas naturales de "donde fueres, haz lo que vieres" y se presentaría con unos vaqueros llenos de rotos que, por otra parte, pueden haber costado 700 dólares. El niño del gorro es Matt Damon. Lo sé cuando de pronto se ríe y distingo los dientes perfectos, la sonrisa de belleza saludable tan inconfundible de los chicos sanotes americanos, el pecho para delante, algo bisóntico del deporte que hicieron en la universidad, los hombros anchos de los niños grandes más proteínicos del mundo, alimentados de yogures, cereales, leche y carne roja. Aun con el gorro, aun con ese desaliño indumentario tan en boga que a mí (concretamente) me gusta tan poco y que me parece en el fondo la gran tomadura de pelo, Matt Damon resume físicamente el atractivo americano, el chico que puede hacer de Ripley y el que podría hacer de Gatsby si se lo propusieran. Grande y sano por fuera, vulnerable por dentro, como un niño que no acabara de madurar nunca. El pobre Matt Damon era uno de los actores que salieron peor parados en la película que los cachondos creadores de Team America hicieron sobre el compromiso político de las celebridades. La película era cruel, pero la crítica que se les hacía no procedía de un punto de vista conservador, al contrario. Lo que venía a decir era lo que a veces piensa todo el mundo en este país tan duro: ganáis más dinero que nadie, estáis más mimados que nadie, las mujeres y los hombres más bellos del mundo están deseando acostarse con vosotros, viajáis en aviones privados, dais el coñazo con la dificultad de meteros en tal y cual papel y os escuchamos, un poquito de por favor: no nos deis encima la matraca ideológica. Y arreglaros un poquito, hombre, que el compromiso político no se lleva en el gorro.
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