Una situación incómoda
EL MÁS INQUIETANTE y peliagudo de los problemas que presenta la obra de John Milton, en especial sus dos paraísos, el perdido y el recobrado, estriba en el hecho de que, analizado cualquiera de los aspectos por los que esta obra debe ser considerada grande, hay siempre un autor de la tradición literaria europea anterior o posterior a Milton que puede y debe ser considerado enorme. Allí donde los logros del gran poeta del clasicismo inglés sobresalen una cabeza, en aquel mismo lugar y por los mismos motivos y argumentos le lleva siempre un cuerpo entero algún otro autor de la historia literaria de Occidente.
Milton fue un hombre formado en el estudio de las letras latinas con una solidez mucho mayor que la mayoría de sus contemporáneos, y El Paraíso perdido le debe mucho, como es bien sabido, a la épica latina, en especial a Virgilio: pero un solo canto de la Eneida, a veces un solo verso, empequeñece la inflación de los doce extensísimos cantos de Paradise Lost. Milton fue un admirador a ultranza de la grandeza de las epopeyas bíblicas, pero el tono estilístico que el rey Jaime consiguió que se imprimiera a "su" traducción de la Biblia, ensombrece hasta los mejores versos y periodos del clasicista inglés: ningún episodio emocionante de los que aparecen en la caída miltoniana de los ángeles, y la del hombre con ellos, alcanza la gravedad de los libros sagrados dedicados a las caídas de Adán o de Caín, a las desventuras del pueblo de Israel o a la miseria, juzgada irreparable por todo lector, de la figura de Job, desgraciadísimo. Milton fue también, en la estela de sus sólidas convicciones religiosas, un reformista devoto que sentó las bases del carácter visionario de la poesía mística de Blake y del carácter diabólico de cierto Byron, y aun de la poesía de los poetas malditos de la tradición francesa; pero incluso en el terreno de la pedagogía de la devoción, un libro en apariencia tan ingenuo como The Pilgrim's Progress, de Bunyan, le superó en éxito de lectores y en influencia universal. Milton fue, igualmente, un enorme misógino (redactor de una de las primeras defensas europeas de una ley de divorcio), pero un filántropo sincero y combativo; sin embargo, en el terreno de la magnanimidad o de la generosidad para con las grandes pasiones de los hombres, dos o tres escenas de los dramas de Shakespeare eclipsan su figura hasta extremos propiamente vergonzantes.
Grande fue Milton de verdad, pero ya lo es menos para los ingleses, y apenas lo es para los lectores del resto de las lenguas. En su restauración de las odas le hicieron sombra densa los grandes componedores de odas de su propia patria; en su afán de ofrecer un poema épico a la vez vulgar (didáctico, mejor dicho) y teológico, la Comedia de Dante lo sume en una viscosidad impenetrable; en su deseo de narrar amores humanos engarzados platónicamente con el Ideal, Petrarca siempre le llevará ventaja; en su meritoria defensa de la libertad de expresión -como se lee en su Areopagítica, que el catalán Josep Carner tradujo al castellano-, los grandes autores del XVIII inglés, Swift, Addison, Fielding o Sterne, lo aventajan con un coraje y un ingenio ampliamente superiores; en sus versos de factura simplemente perfecta -sine qua non en toda poesía de cuño clásico-, el malévolo T. S. Eliot creyó ver una incapacidad congénita a hablar con naturalidad de los detalles más menudos, pero tan imprescindibles en el hecho literario, de la existencia.
En cierto modo, y esto sea dicho en honor de la verdad, a John Milton le acaeció lo que solió sucederle a todos los grandes autores del clasicismo europeo: llevó la belleza de la forma hasta extremos ciertamente elevados, insuperables en algunos casos; pero en la exposición de los grandes contenidos que han ocupado secularmente a la historia literaria de Occidente, las literaturas medieval y renacentista, por un lado, y las literaturas romántica y de los tiempos de la modernidad por el otro, envolvieron y aprisionaron su figura hasta colocarla, lisa y llanamente, que no es poco, en los anales de la historia literaria.
Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona.
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