Miríada
LA ANÉCDOTA es una mera excusa en este apasionante relato, que narra la visita de un imaginario "nieto del príncipe Genji" a la ciudad sagrada de Kioto y, con más exactitud, a un misterioso monasterio, emplazado en el arrabal meridional de la urbe, donde legendariamente existe el jardín más hermoso del mundo. Toda esta mínima acción transcurre en una sola jornada, desde que el principesco personaje desciende del tren por la mañana en la parada de estación de la línea de Keihan, anterior a Kioto, hasta que lo vuelve a retomar de regreso por la tarde. Estamos, pues, ante una "novela", donde se relata lo que ve, siente y piensa el nieto del príncipe de Genji durante esta breve estancia, que no es más que un recorrido por un lugar imaginario, pero donde, de la forma más real, está compendiado lo mejor de la profunda belleza de Japón, históricamente todavía exultante en el Kioto actual.
¿Nada más? ¿Acaso estoy entonces hablando de una guía turística, todo lo exótica y maravillosamente escrita que se quiera? Desde luego, su autor, el húngaro László Krasznahorkai, escribe y describe como los ángeles, algo que comprobará quien lea el libro en cuestión, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (Acantilado), un título que ya nos avisa de la perspectiva del recorrido, pero también de su orientación, que no es sólo física. Cada mínimo detalle descrito con premiosidad esconde, sin embargo, una lección que es de tan variada especie como lo es la naturaleza cuando está bien anudada con la historia, pero la esmerada didáctica que encierra tiene algo de sutil y atmosférico, algo que nos remite constantemente a lo esencial de una cultura, que es lo invisible entre lo visible. Una ciencia tanto más sabrosa cuanto no es altisonante, plena de sugerencias y sutilezas. El testimonio de un amor.
Es hermoso y, por lo general, muy animado el relato de un amor por alguien, sea o no correspondido, pero mucho más lo es la fuerza deslumbrante del amar en sí, que, en su pureza, no se residencia tan fácilmente. El amor de Krasznahorkai por lo que todavía esconde a simple vista Japón bajo la lustrosa capa de modernidad es de una intensidad apasionada. Su belleza consiste en su denodada pugna por hallar las palabras que se ajusten a lo que allí cree haber visto y atisbado, proeza descomunal para un extraño, aunque sea artista. A mi juicio, lo consigue, pero no sólo o no tanto porque efectivamente recree con precisión evocativa los detalles, sino porque, en un momento determinado, se encuentra con la hondura y la historia de sus propias palabras, el vibrante eco con el que poder contar quién es, lo que le pasó y qué importancia tiene para todos nosotros.
De manera que, sin duda, al norte puede estar la montaña; al sur, el lago; al oeste, el camino; y al este, el río, pero en el mismo centro están las imágenes y las palabras, esos destellos que iluminan la realidad, nuestra realidad, nuestra existencia, nuestra identidad, nuestra memoria: la razón de ser del arte. Es entonces cuando una miríada de minúsculos detalles se transforma en lo esencial.
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