El triunfo de Haro Tecglen
Cuando yo era sólo un lector (más o menos lo que ahora soy), cuando sólo era un adolescente contrito y deseoso de cambiar las cosas, empecé a leer Triunfo. Hablo del año 1974, una fecha clave para un púber de quince años, pero también un momento decisivo de la historia reciente, de la historia vivida. El 25 de abril portugués me había sorprendido sin entender gran cosa de lo que aquello significaba y, más aún, la tromboflebitis de Franco había alterado el discurrir obvio, lo que se me antojaba inevitable: la duración mineral del dictador. Yo no sabía muy bien lo que nos esperaba, pero intuía que no podía, que no debía ser un franquismo sin Franco. Mi señor padre leía Sábado gráfico, con aquellas portadas comprometedoras..., y yo, distante del progenitor y pensándome más radical, comencé a leer Triunfo. Me había recomendado la publicación un profesor de Latín al que yo le tenía un gran aprecio: un docente que acudía a clase acarreando Cuadernos para el Diálogo y Triunfo. Recuerdo haberle preguntado cuál de las dos podía leer yo, con mi edad tan escasa y con mi desorientación..., dado que no quería leer lo que mi padre ya frecuentaba todas las semanas: Sábado gráfico.
Yo había nacido cuando acababa la autarquía franquista, cuando despuntaba un desarrollo turístico que parecía amenazar la estabilidad moral del orden católico, cuando empezaba la oposición universitaria al Régimen y, sobre todo, cuando comenzaba la televisión, cuando comenzaban las emisiones de la televisión en España. Había nacido en el seno de una familia adaptada al Régimen, una familia que no se consideraba ni vencedora ni derrotada, una familia característicamente contemporizadora, propia de lo que se llamó el franquismo sociológico, y en la que se mezclaban el recelo, el mutismo, el conformismo. Era ésta una familia en la que había sido frecuente el recuerdo de un desastre y de un espanto, el de la guerra. Mis mayores me contenían instruyéndome en el horror de la memoria bélica, me educaban, me aplacaban..., pero a la vez mi padre me hacía leer Sábado gráfico. ¿Con qué fin?
Ante la pregunta angustiada y perentoria del adolescente, la respuesta de aquel profesor de Lenguas Clásicas fue rotunda: lee Triunfo, porque Cuadernos es muy densa... Qué sorpresa: Triunfo también era muy densa. Mi primer ejemplar data del 2 de noviembre de 1974, me costó treinta pesetas y lo que me llamó la atención de aquella revista fue su cabecera, en blanco sobre fondo rojo, con una estrella de cinco puntas también blanca. Me sorprendió también la austeridad de la cubierta, generalmente de color negro sobre el que resaltaba un titular con algún tipo de grafismo. Aquel número, el 631, rezaba: La izquierda en Occidente (socialistas y comunistas). Reviso la mancheta de entonces y qué observo: Director: José Ángel Ezcurra; Subdirector: Eduardo Haro Tecglen; Jefes de redacción: César Alonso de los Ríos y Víctor Márquez Reviriego; Redacción en Barcelona: Manuel Vázquez Montalbán. Y, entre los colaboradores, José Monleón, Ramón Chao, Luis Carandell. Enrique Miret Magdalena...
Han pasado más de treinta años y mi recuerdo de aquella revista es una punzada de ternura y melancolía. Releo lo que allí puede encontrarse y veo excesos, claro: una oposición antifranquista corrientemente desnortada y con frecuencia desdeñosa de la democracia liberal. Aunque veo también a unos políticos e intelectuales de la Oposición que, después, se sobrepusieron a sus rigideces ideológicas y que supieron pactar con los reformistas del Régimen extinto pero matador. En plena campaña para la Reforma, yo lucía una pegatina de la que creía sentirme muy satisfecho: Jo tampoc votarè. Parecía un alarde de antifranquista. Era, sin embargo, una descripción literal: yo no podía acudir a las urnas, simplemente porque carecía de la mayoría de edad, entonces a los veintiún años. Triunfo me servía de contraste, de contrapunto, a las amonestaciones temerosas de mi padre y, sobre todo, Triunfo fue en donde leí por primera vez a Fernando Savater, a Manuel Vázquez Montalbán y a Eduardo Haro Tecglen..., gente que entonces tenía mucho en común y que hoy, si pudieran reunirse, probablemente no se entenderían. Haro, decían, era comunista, como Vázquez. Y Savater..., pues Savater era nietzscheano, algo rarísimo en una publicación tan cercana al marxismo y que, para mí, salpimentaba y aligeraba con su alegría erudita unas páginas muy uniformes. Yo quería ser como él, tan libre, tan suelto, pero también quería contenerme con la gravedad analítica de Haro, con su seriedad de editorialista... Haro era ya el viejo luchador que acumulaba experiencia y sabiduría, aunque también un preceptor severo que no me entusiasmaba y del que, después, me he sentido muy... muy distante.
Andando el tiempo, Triunfo sólo es para mí la edad de la adolescencia, del radicalismo..., del radicalismo de quien nunca fue comunista, pero de quien admiró el coraje de los antifranquistas pocos, escasos -cierto-, equivocados en tantas cosas -seguro-, aunque dignos, como ese hermano mayor que yo había perdido tan tempranamente y con el que conjeturaba como mi posible mentor. Leo ahora que Haro Tecglen también había colaborado con Sábado gráfico, cosa que yo había olvidado. Qué paradoja: lo que creía que me distanciaba de mi padre me hace regresar a él. Fallece Eduardo Haro habiendo rebasado los ochenta, habiendo sido derribado por la muerte, lo que siempre es, en efecto, una derrota. Pero recuerdo instantáneamente que mi padre se dispone a sobrepasar dicha edad y que ése es su triunfo personal. No sé qué decir.
¡Larga vida a los ancianos!
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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