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Columna
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Con fusión

La autoafirmación se puede obtener en el espejo o en la pupila ajena. Barcelona parece que opta por la primera opción, subrayando su identidad por medio de su propia contemplación y exaltación, acentuando su carácter diferencial, hablando casi exclusivamente de sí misma en sus radios y televisiones, en las escuelas y el parlamento, comiendo mongetes y forjando su escudo en la tapa de las alcantarillas. Todas las metrópolis quieren sentirse importantes, únicas, especiales. Tanto Catalunya como el País Vasco poseen una lengua exclusiva que esgrimen y ensalzan cada vez con más violencia, no sólo para distinguirse del resto de España y del mundo, sino para olvidar que existe un más allá, un espacio tras sus fronteras.

Madrid no tiene un idioma regional e incluso su acento chulesco suena horripilantemente a El último cuplé, pero no renuncia a ser significativa. Quizá porque carece de una majestuosa catedral o una mísera orillita ha optado por querer ser importante no siéndolo sólo para los madrileños, sino también para los demás. Los habitantes de esta villa hemos entendido que lo bonito de Madrid no es lo que poseemos, sino lo bonito que dicen los forasteros sobre lo que poseemos. Nuestro reto no es la retrospección, la búsqueda y congratulación de nuestras virtudes arquitectónicas, históricas o gastronómicas, sino la permeabilidad: el aperturismo y la acogida.

La semana pasada se celebró en el Palacio Municipal de Congresos la cuarta edición de Madrid Fusión, la mayor cumbre gastronómica internacional. El nombre del evento no sólo hace referencia a la mixtura de técnicas culinarias, sino al mestizaje cultural de sus invitados. Arzak y Ferrán Adrià fueron los cocineros más aclamados y ambos confesaron estar muy a gusto en Madrid. La débil idiosincrasia de esta ciudad quizá propicia que los foráneos no se sientan extranjeros, pero también es consecuencia de nuestro carácter hospitalario y de la política integradora de la capital. La concejal de las Artes del Ayuntamiento, Alicia Moreno Espert, es catalana, así como el director del teatro municipal más importante, Mario Gas; el de la Orquesta Nacional, Josep Pons; y la directora de la Biblioteca Nacional, Rosa Regás. Comparto la incertidumbre que expresaba Antonio Muñoz Molina en una carta al director publicada este verano: "¿Qué posibilidades hay de que una persona de Madrid sea concejal de cultura en Barcelona?".

Madrid rechaza la endogamia y ha apostado claramente por la mezcla, por ignorar la procedencia tanto de sus arquitectos como de sus obreros. La población madrileña sigue creciendo (y no sólo demográficamente) gracias a los inmigrantes. Nuestra ciudad duplica la media española de acogida de nuevos vecinos, que en 2005 sumaron más de medio millón y representan ya el 16,5% de la ciudadanía.

Madrid no está acabada, se sigue constituyendo cada año en el que aumenta su extensión y heterogeneidad. En lugar de rastrear la identidad en el pasado, como hacen los nacionalismos, la capital se hace día a día, sin un plan, un estatuto o una bandera. Si nuestra autonomía tiene un hecho diferencial es el de estar abierta, dispuesta a convertirse en lo que el futuro y su variada población dictamine, más segura de ser lo que dice de ella un ecuatoriano o un gallego afincado aquí que un papel envejecido en Salamanca.

Los madrileños no sólo aspiramos a ser ciudadanos del mundo, sino a que todo el mundo pueda ser madrileño. Probablemente nunca alcancemos el cosmopolitismo y el renombre de París o Londres, pero también disfrutamos de ser España y lo que ésta representa en el mundo. Ser de aquí (que muchas veces equivale a vivir aquí) sirve para tener muchos amores patrios y ninguno. Los madrileños, sin orgullo ni vergüenza, somos un poco inmigrantes en nuestra propia ciudad y eso nos da perspectiva y, sobre todo, libertad. El mayor inconveniente aquí es que también sufrimos el conflicto nacionalista ocupando todos los medios de comunicación. Uno ve las noticias y se da cuenta de la cantidad de tiempo y esfuerzo que invierte este país en las trifulcas territoriales. Así que las grandes capitales europeas no sólo son envidiables por su belleza, su patrimonio histórico y su relevancia internacional, sino también por sus telediarios.

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