_
_
_
_
Tribuna:HOMENAJE AL VIEJO PROFESOR
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Tierno

El autor glosa la biografía del ex alcalde de Madrid al cumplirse el 20º aniversario de su muerte y lo califica como una de las personas geniales de la segunda mitad del siglo pasado.

Un pueblo se engrandece cuando reconoce a sus grandes hombres. Aunque, lejos en el tiempo -20 años-, nuestro pueblo no ha olvidado la figura y el ejemplo de Tierno, al haber entendido o intuido, con ocasión de su muerte, lo que significó.

Tierno fue una de las personalidades geniales de la segunda mitad del siglo pasado. En un análisis riguroso, no hay fisuras en su aparentemente deslavazada biografía. Todo tiene sentido, aunque inicialmente no se descubra. En Tierno nada es gratuito.

Tierno representó, antes que cualquier otra cosa, una forma de vida. Una forma de vida deseable.

Fue un hombre austero. No se aplicó en enriquecerse. No intentó invertir su talento en una aspiración para él mezquina.

Representó un modelo de vida. Una forma de vida deseable

Eligió las humanidades. Las disciplinas de Filosofía y Derecho, y, dentro de ellas, el Pensamiento Político y el Derecho Constitucional fueron los arietes que le permitieron influir en la concepción de una sociedad mejor y en una organización jurídica que la definiese y articulase.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Estudió lenguas clásicas y entendió el pensamiento de los griegos y los romanos, artífices de civilizaciones cimeras en la historia.

Se interesó, preferentemente, por los grandes pensadores que tenían vocación de arquitectos sociales: Rousseau, Saint-Simon, Locke, Hobbes, Fourier, Feuerbach, Marx, Engels...

Se enfrentó a la dictadura, que nos empobreció moralmente, con armas modestas que resultaron poderosas: la razón y la honradez personal.

Denunció, con su expulsión de la cátedra, a una Universidad muerta que no cumplía con su obligación de gestar verdaderos líderes sociales, y se alineó con los que querían cambiarla.

Ayudó a abrir cauces practicables para que España accediese a la democracia. Suya es su más lograda definición: la alquimia entre lo cuantitativo y lo cualitativo, que lo que quieran los más se convierta en lo mejor.

Fue un republicano que dio su conformidad a la Monarquía parlamentaria; un socialista que colaboró con convicción con liberales, comunistas y nacionalistas en el diseño de un Estado de derecho; un vencido de la Guerra Civil que abanderó la reconciliación nacional como fórmula de superación del pasado.

Alentó la participación de los ciudadanos en la política. A él se debe el texto constitucional que establece que los partidos políticos deberán ser democráticos en cuanto a su estructura interna y funcionamiento. Los partidos que él fundó así lo fueron, al menos.

Consciente de sus limitaciones en la era de la imagen, aceptó con elegancia las preferencias manifestadas por los españoles en las primeras elecciones generales.

Dio una muestra de grandeza de espíritu al aceptar la subordinación orgánica a personas menos dotadas que él para poder así continuar su obra.

Replanteó la vía que le permitiría influir en la vida pública y quiso ser rector de la primera ciudad del país, exponente máximo de la crisis de valores generalizada.

No se agotó en imaginar una nueva sociedad, sino que hizo lo que pudo para lograrla.

Se centró, aunque pudiera pensarse que fue por casualidad, en la "polis", la ciudad, el núcleo de convivencia de griegos y romanos.

Elegido alcalde, fomentó la cordialidad, la cultura, el espíritu cívico, la creatividad, la diversión, el sentido del humor, el amor a la naturaleza, la preocupación por los marginados, la infancia, la juventud y la ancianidad, la colaboración con los discrepantes, la solidaridad... Intentó mostrarnos una forma de vida más intensa, más placentera, más hermosa, más humana. No escatimó esfuerzos. Un hombre, en apariencia frágil, se empeñó en una tarea extenuante. La ciudad, realmente, le consumía.

No abdicó de su independencia y no se negó a sí mismo. Asumió el papel de conciencia crítica del poder desde dentro.

No entró en contradicción con su desprecio por el poder como fin en sí mismo porque, cuando utilizó el poder, no lo hizo para conservarlo, sino para compartirlo.

Pudo controlar el poder que ejercía, y no por ello dejó de comprender a quien tenía un poder que no podía controlar; incluso a quien era ya controlado por el poder que tenía.

Fue un hombre afable, pero sus condenas fueron rotundas: a la dictadura, al militarismo, a la violencia, al fanatismo, a la dominación económica, a la explotación, a la corrupción, a la discriminación, al conformismo, al servilismo, a la resignación...

El problema de la sociedad era para él que había transigido con demasiadas cosas. La intransigencia de Tierno tenía por finalidad recordarnos que no hay organización ni sistema de valores inmutable. De ahí su defensa de la ideologización como algo necesario para poder avanzar, y de la rebeldía como manifestación de vida. Para Tierno, una sociedad acrítica era una sociedad anémica, una sociedad sin defensas.

Dio ejemplo continuo de tolerancia y respeto al adversario ideológico. Para él, tolerar no era ignorar y soportar, sino reconocer y asumir. Intentó entender a todos; y todos así se lo reconocieron cuando desapareció.

Enterado de que iba a morir, no desaprovechó esta postrera oportunidad y dio su última lección magistral. No alteró su ritmo de vida, cumplió con sus obligaciones institucionales hasta unas horas antes de su fallecimiento, no quiso que se le prolongase la vida artificialmente y expresó su deseo de ser enterrado en el cementerio municipal -su agnosticismo no le impidió igualarse con aquellos por los que luchó a la hora de ser enterrado-.

Si nos mostró una forma de vida más humana, también nos mostró una forma de muerte más lúcida. Una muerte reflexiva, asumida con entereza y esperada con serenidad.

Fue un gran hombre: una gran cabeza y un gran corazón. Tuvo una autoridad moral que pocos hoy discuten. Dignificó la política en un tiempo de mediocridad general y nos señaló el camino de un futuro más acogedor.

José Antonio Pérez González es licenciado en Matemáticas e Informática.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_