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El fin del urbanismo democrático

El urbanismo, como sistema jurídico público para el control del crecimiento y reordenación de nuestros pueblos y ciudades, es una conquista reciente de las políticas reformistas, que trataban de poner límites a la propiedad privada del suelo.

Control democrático, reparto igualitario de cargas y beneficios, participación de la sociedad en las plusvalías generadas, son algunos de los aspectos de esa conquista. Todo ello, articulado, como proyecto, en un instrumento promovido y gestionado por los poderes públicos que conocimos con el nombre de plan, el Plan General de Ordenación Urbana. El plan regulaba la reconstrucción interna de las ciudades, lastradas por la desidia de la especulación y la destrucción del patrimonio -hablamos de los años 70- y aseguraba un crecimiento armónico con el conjunto del territorio.

La primera Ley del Suelo, que cumple ahora 50 años, fue sustancialmente mejorada en años posteriores y complementada con otras leyes sectoriales, de carácter netamente proteccionista, como las que preservaban el patrimonio natural y artístico o el carácter público de nuestras costas. Todo este cuerpo jurídico, reforzado por la recuperación de la democracia en los setenta, supuso, sin duda alguna, un importante hito positivo en la reconstrucción y mejora de nuestras ciudades.

A pesar de todo, continuaron, aunque en mucha menor escala, excesos urbanísticos que afectaban al suelo urbano, a las obligaciones incumplidas de los procesos de urbanización y a la invasión ilegal del suelo no urbanizable por las viviendas de segunda residencia. Pero, al menos, se fue instalando el convencimiento de que el Plan era el marco legal que había que respetar.

En esas estábamos cuando, a mediados de los noventa, aparece la tristemente famosa LRAU, promovida por el Gobierno de la Generalitat Valenciana. Digamos, para sintetizar, que esta ley rompía con dos líneas maestras del statu quo vigente en aquel momento: la prevalencia del Plan sobre cualquier proyecto parcial de desarrollo urbano y la preeminencia de la iniciativa pública en la dirección y control del proceso de ocupación del territorio. En su lugar, la LRAU permite la modificación del plan general a través de instrumentos de menor rango, e instaló la nefasta figura del agente urbanizador con la supuesta intención de luchar contra la paralización del suelo por parte de sus propietarios. En consecuencia, los planes parciales, los PAI, han desvirtuado el plan general sin pasar por el estricto control público y además han invadido el suelo no urbanizable, incluyendo el protegido, con la excusa de una fuerte demanda externa de vivienda. Así, cantidades ingentes de suelo con expectativas de recalificación han caído en manos de un reducido número de propietarios. Del minifundio urbano al latifundio en un abrir y cerrar de ojos: la concentración parcelaria para el cultivo intensivo del ladrillo.

Al mismo tiempo, se va iniciando -no sólo en la Comunidad Valenciana- una dinámica de ocupación del territorio que conocemos como dispersión o americanización de nuestras ciudades. Este proceso supone la malversación del valioso patrimonio heredado de la compacidad que caracteriza a las ciudades europeas. Un proceso favorecido por una política de creación de infraestructuras del transporte en todo el Estado, que aunque explicada en términos de movilidad, se ha convertido en la principal cabeza de puente en la colonización abusiva del territorio. Véanse los casos del Metro Sur en el área de Madrid o la reciente invasión del litoral de Murcia y Almería al socaire de una nueva autovía y el hallazgo de las desaladoras. Aquí, en nuestra casa, podríamos citar algunos ejemplos. Baste, como muestra, señalar los proyectos de autovías en las comarcas centrales y de La Plana o el eje de Ademuz, que han dado un impulso decisivo a la urbanización desordenada de las comarcas del interior.

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Se han aportado otros argumentos para explicar los abusos cometidos en nombre de la LRAU y entre ellos destaca la extensión de la corrupción -tradicionalmente recluida en las obras públicas- al mundo del ladrillo. Aquí, el asunto urbanístico trasciende al campo de las patologías sociales, pues no se entiende tanta corrupción como se denuncia sin un cuerpo social enfermo de codicia, de desinformación y de desinterés por su propio hábitat.

Todo este compendio de desmanes privados y públicos lo vamos a pagar muy caro. No sólo en pérdida de valores ambientales y paisajísticos -que al parecer importan bien poco a nuestra ciudadanía-, sino que los efectos se van a notar en nuestros bolsillos, cuando haya que contribuir, a través de las haciendas públicas, a corregir los déficit: poniendo servicios, construyendo nuevos accesos, buscando nuevos recursos hídricos y energéticos...

La petición de una moratoria urbanística, a la que cabría añadir otra moratoria en la construcción de grandes infraestructuras del transporte, aparece como una medida imprescindible -y por qué no decirlo, moderada- para realizar un alto en el camino, reflexionar en profundidad y volver a recuperar el control público y ciudadano sobre la construcción de la ciudad y el territorio.

¿Ayudará indirectamente la nueva Ley de Prevención del Fraude Fiscal, cuyo objetivo principal es el sector inmobiliario, a mejorar la situación del urbanismo?... Puede que sí.

Joan Olmos es ingeniero de Caminos.

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