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Columna
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Dos artistas, una persona

He visto dos artistas en una sola persona. Uno de ellos trabaja sobre pequeños o medianos formatos, utilizando la técnica mixta. Surge el ilustrador brillante, narrativa y sarcásticamente lúdico, donde priman los fáciles trazos de tendencia caricatural. El otro artista es el realmente bueno, cuando se sirve del pastel y el carboncillo para adentrarse en las grandes dimensiones. No es tan importante lo que la historia de cada obra cuenta, sino la manera de contarlo. Para eso tiene como aliado una legión de minúsculos trazos, los pequeños trazos convertidos en grandes y sustanciales protagonistas. Ahí están creando sólidos volúmenes espaciales, como pocas veces se ha visto sobre un soporte de papel.

En lo estrictamente lineal, percibimos una suerte de musicalidad en la relación rítmica de las líneas, gracias a la feliz convivencia entre las escuetas líneas de trazos largos junto a los omnipresentes minúsculos trazos. Estos mismos trazos se encargan de construir con tino y paciencia sugerentes zonas de color (que en óleo llamaríamos zonas de colores netos, colores planos). Todo lo conseguido por la tríada compuesta por las líneas, los volúmenes y los colores, se hace realidad en tres obras, las tituladas Enganche, Surreal y Mira por dónde.

Hablamos de Javier Pagola (San Sebastián, 1955) y de sus obras expuestas en la galería Juan Manuel Lumbreras de Bilbao. Su mundo futuro parece haberlo encarrilado dentro del espíritu habitante en esas tres obras, fechadas en 2005. No obstante, debe ser consciente de que algo le falta para que domine la línea pura, larga, escueta, simple. Mientras "guerrea" por conseguirlo, no puede permitirse enseñar algunos trazos -piquitos al modo de dientes de sierra- hechos con burda rapidez y soltura en un par de piezas grandes. En las obras de gran envergadura, cada minúsculo trazo debe tejerse sin descuido, con especial mimo, porque el acierto total depende del dulce vigor de cada liliputiense grafía.

En una sala contigua al espacio mayor de la galería se exponen una decena de collages, firmados por Enrique Brinkmann (Málaga, 1938). Aunque parezcan grabados, se trata de piezas únicas. Son obras que piden ser miradas con microscopio. Se hacen presente líneas delgadas, inmateriales, como si surgieran de un pentagrama de música postdodecafónica. Al tiempo, cabe imaginar la intrusión de un pequeñísimo pájaro empeñado en picotear gráficamente enfelizado dentro del llamado papel Paperki. Las sutiles grafías conviven con unos casi imperceptibles, lacerantes e irreductibles puntos como de sutura. Dos-tres artistas, dos-tres mundos, en una grata ocasión.

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