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Columna
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Insultos y asaltos

Anda alborotado el cotarro de la información, al parecer por el matiz siempre indeterminado de lo que pueda considerarse insulto, injuria o calumnia, terreno pantanoso y nunca bien definido, ni siquiera en el código penal. No voy a entrar, ni quiero, en las polémicas puntuales que conciernen a determinadas empresas de la comunicación, dura y peligrosamente enfrentadas a los poderes públicos. Cada palo aguante su vela y midan los profesionales los márgenes de maniobra que tengan fijados y las consecuencias de cuanto escriben o digan.

Quienes nos hemos hecho viejos en este oficio contemplamos con veterano orgullo y cierta conmiseración a los jóvenes colegas, empantanados en una lucha entre lo que cada cual entiende por libertad de expresión y la interpretación del mismo asunto por parte de quienes, de una u otra guisa, mantienen empuñado el mango de la sartén.

Aparte del suceso concreto, alejado de mis competencias, voy a las remotas raíces del asunto, con deliberada abstracción de su magnitud y particularidades. No saben, los tales jóvenes colegas contemporáneos, las delicias intelectuales que se pierden al desconocer la censura previa, algo que se ejerció, centralizada en Madrid, sobre todo cuanto se escribía en el país a lo largo del dilatado régimen anterior. La radio no contaba a estos efectos por la sencilla razón de que le estuvo vetada la posibilidad de difundir noticias de cualquier especie. A las horas determinadas, era obligatorio conectar con Radio Nacional, emisora de un homogéneo diario hablado, válido para el territorio común. Y la televisión aún no funcionaba.

Fundamentalmente era exasperante la humillación de someter los textos al arbitrio de un funcionario omnipresente, cuyo lápiz rojo -que solía ser un bolígrafo- era muy diligente a la hora de tachar o mutilar. Los periodistas de aquella época escribíamos pensando en los censores y, en segundo lugar, en el público lector. Salvo los momentos iniciales de intervención militar en los textos periodísticos, la cuestión se confinaba entre los profesionales de la prensa y unos funcionarios, cada vez más expertos, que no siempre recibían consignas explícitas, sino que podían encontrarse con situaciones imprevistas. En ese caso, lo más prudente era tachar, nunca hubo problemas por ello y muchos y previsibles si se abandonaban a un criterio permisivo.

Hace poco leía un magnífico artículo periodístico del escritor Luis del Val, en que reseñaba su experiencia cuando la censura devolvió un trabajo suyo en el que se sustituía el adjetivo que suele acompañar a Caperucita por otro: Caperucita Encarnada. Es ya clásico el recurso del semanario El Caso cuando se veía obligado a describir el hallazgo de un cuerpo semidesnudo por su complementaria antítesis, semivestido.

Lidiar con el toro cerril de la censura podía proporcionar sensaciones voluptuosas, cuando se acertaba a tomarle las vueltas a la embestida ciega y colarle un gol, siempre desde fuera del área. Por extraño que parezca se practicaba el insulto, incluso contra personajes del régimen, aunque casi siempre eran los sufridos alcaldes los que encajaban las diatribas de los plumíferos. Era un arte. Algunos de ustedes sabrán -si llegaron a degustar las lenguas muertas en el bachillerato- que el verbo insultar procede, como gran parte de nuestro idioma, del latín insultare: "saltar en, sobre o encima de". La propuesta, supongo que bienintencionada, de un ministro del Interior podía haber tenido antecedente en la frase del poeta festivo Terencio: "Insultare fores calcibus", que, si está bien transcrito, quiere decir dar patadas a una puerta.

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Lo cierto es que, hasta que en el siglo XVI se convierte en sinónimo de injuria, sólo podían ser insultados los castillos fronterizos y las fortalezas enemigas. Quien pretende insultar o injuriar al prójimo debe ir pensando en un asalto, una carga, una embestida que si la ciudadela se rinde o claudica el fuerte, el botín será placer de dioses. Lo que ocurre es que eso raramente sucede y sí, en cambio, el contraataque, de cuyo rigor no cabe quejarse lastimeramente. Alancear molinos suele dar con los lomos en tierra de quienes lo intentan. Aunque no deja de ser divertido, como todo deporte de riesgo.

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