Fernando el Catódico
Atrapado en la rueda de la Fortuna, sin tiempo para apurar los besos ni las copas, Fernando Alonso ha grabado un número 1 en el hocico de su nuevo coche, se ha puesto el mono ignífugo y ha desaparecido a toda prisa entre los nervios del bastidor. Cuando ha pisado a fondo, una fiera de cien octanos ha empezado a rugir en Jerez.
De pronto había vuelto a ese mundo suyo en el que todo respira por ordenador. Los expertos han dicho que algo ha cambiado en el perfil de su bólido; después de cientos de cálculos en el túnel de viento le han suprimido las branquias, le han configurado las tomas de aire y han dado un último retoque a sus aletas de tiburón. Carga dos cilindros menos, y a primera vista ha perdido musculatura, pero ha ganado filo. Es una estudiada síntesis de gato y pez.
Después del recorrido de instalación, Fernando envió un lacónico mensaje a su equipo. Alzó la visera, descolgó la capucha, vació el bidón de bebida isotónica y dijo simplemente "El motor suena bien". Ingenieros y mecánicos intercambiaron entonces una mirada de complicidad: la delicada prueba de empatía había sido superada. En otras palabras, la ineludible condición de acoplar las arterias del hombre al corazón de la máquina se había cumplido a satisfacción.
Con ello, Fernando emprendía una aventura pendular en la que el reparto de papeles daba el vuelco definitivo. Hasta ahora, él formaba parte del pelotón de aspirantes al título de Michael Schumacher: era sólo la avispa más tozuda y venenosa del enjambre. Hoy, como campeón, representaba la pieza que todos querrían cobrar, así que debía comprender rápidamente las exigencias del problema.
Para ello dispone del mejor de los recursos posibles: lleva sobre los hombros una cabeza poliédrica llena de circuitos impresos. Tiene facetas de ajedrecista, galgo, vigilante, ladrón, pirómano, contable, mecánico, capataz y guerrillero, y los circuitos integrados de Spa, Montecarlo, Imola, Silverstone, Monza, Interlagos, Montmeló, Jerez o Nürburgring. Todo el mapa del vértigo.
Y tiene, junto a sus resabios de graduado, un nuevo valor que hace de él un hombre distinto: la autoridad del campeón. Se trata de un conjunto de sutilezas que sólo perciben los mejores amigos y los peores enemigos: sin perder la cara ni la compostura, una manera de mirar, una manera de esperar, una manera de interpretar y una manera de decidir. Todas las formas posibles de la firmeza.
Sólo un tigre de gasolina puede atrapar hoy a una llamarada como Fernando. Quien quiera intentarlo debe dejarse las rayas en la parrilla y los dientes en el arcén.
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