Paraísos anónimos
HAN SIDO muchos meses en la carretera. Ocho. La Ruta de la Seda fue la excusa, pero seguimos más allá. Atrás quedan ya ciudades míticas, policías paranoicos, nevadas en agosto, países de nombres impronunciables, cientos de intentos de timo, burocracia, bazares infinitos, calores extremos, hospitalidad nómada, mitos y prejuicios rotos, y tanto descubrimiento y tanta magia. Un sueño hecho realidad.
Ocho meses dan para encontrar muchos paraísos. Esos sitios de los cuales, al llegar uno, no quiere partir; de los que nada más llegar sabes haberlo encontrado. Un pequeño y somnoliento pueblo de pescadores, por mencionar uno, puede ser suficiente; al menos lo fue para nosotros. Durmiendo en pequeños bungalós a pie de playa junto a los de los propios habitantes. Mirando las capturas de los pescadores para saber qué podríamos cenar aquella noche. Descansando a la sombra de las palmeras o buscando peces de colores. Compartiendo cervezas con los locales o hablando de la pelea de gallos de cada domingo. No sintiéndonos turistas, casi ni siquiera viajeros.
Y la caprichosa naturaleza, salpicando de islas la bahía, con secretas y solitarias playas bajo acantilados de piedra gris y jugosa jungla. Saliendo violentas, abruptas del mar, salpicando la lógica. Todo un paraíso, una joya sin pulir; un lugar para la paz, para el descanso, para quedarse. Nuestro paraíso. Como tantos otros, un paraíso que merece el respeto del anonimato; para que no pierda la belleza innata que hoy tiene vendida al turismo. Éste, uno de tantos paraísos, está en Filipinas. Y no creo que podamos decir más, salvo que para él van dedicadas estas líneas.
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