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Columna
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En el nombre del Valencia

Es cosa sabida que los clubes de fútbol, de forma mayoritaria, tomaron su nombre de la ciudad en la que establecieron su sede. Con el tiempo, lo que fuera una mera referencia geográfica devino en una cuestión identitaria, hasta el extremo de que hay individuos que anteponen su condición de aficionados a éste o aquel equipo a su lugar de origen. Por el contrario, hay quienes desde la cuna a la tumba unen su destino al club de su terruño y no dudan en estigmatizar a quienes, pese a ser sus paisanos, prefieren colores distintos a los locales. La pasión por el triunfo, aunque éste se consiga al margen de las reglas, es el común denominador de los aficionados al fútbol. La victoria todo lo justifica. Los penaltis injustos, los sobornos a los árbitros, las patadas alevosas, la compra de jugadores, las ilegalidades flagrantes, los dineros públicos para salvar sociedades (deportivas, claro) en quiebra... Todo vale si con ello la afición duerme tranquila. Panem et circenses, ya se sabe.

Los políticos nunca fueron ajenos a la práctica de esta anestesia social. ¡Cómo iban a serlo si la administraban ellos! Hasta que llegó la televisión, relegándoles a un segundo plano en beneficio de los directivos de los clubes. Una clase emergente que entendió mejor que nadie cómo instrumentalizar el poder de los sentimientos. Presidentes de la Generalitat, alcaldesas, medios de comunicación, profesionales, se doblaron acríticamente ante el capricho de unos pocos a los que el fútbol se les da una higa, pero que son implacables en sus negocios. Y han hecho del fútbol una empresa. Véase la última disputa de la directiva del Valencia CF SAD. ¿Alguien cree que Juan Soler, presidente, y Vicente Soriano, vicepresidente, discutían por la marcha del equipo, por el fichaje de un jugador o por la capacidad profesional del entrenador? En absoluto. Se disputaban un poder que trasciende lo deportivo. Su enfrentamiento va más allá del Valencia, es una pelea por el poder en la ciudad de Valencia. El vencedor -Soler, a todas luces- adjudicará la construcción del nuevo Mestalla, decidirá qué hacer con el solar del estadio actual, dispondrá de los terrenos de Paterna y tendrá en sus manos las permutas de los solares con el Ayuntamiento de Valencia que nadie sabe todavía dónde se encuentran. Unos solares sobre los que cabe preguntarse si están o no en suelo urbanizable, quién es el o los propietarios de los colindantes y si estos serán edificables con el valor añadido de disponer de una zona deportiva a su lado. Son cuestiones que sólo el tiempo despejará, por lo que habrá que estar muy atentos a los beneficiarios de estas operaciones acometidas en el nombre del Valencia.

Mientras se despejan las incógnitas, constatemos una vez más que promotores, Ayuntamiento y Consell constituyen un todo en el que es difícil discernir dónde empiezan unos y acaban los otros. Las disputas en el consejo de administración del Valencia no son deportivas, sino inmobiliarias. Ellos -los directivos- deciden el futuro de una ciudad que toma el nombre de su equipo de fútbol y no al contrario, como debería ser.

¿La alcaldesa? Ni está ni se la espera. Ella quiere un estadio y no le importa el precio. Pagan otros: los ciudadanos.

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