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Año viejo, año nuevo

Joan Subirats

Hemos repetido las viejas escenas de cada final de año y hemos reiterado los deseos de prosperidad y felicidad para el año en el que entramos. Cambian algunos rostros, algunas situaciones. Aparecen y desaparecen actores protagonistas y actores secundarios. Pero, en resumidas cuentas, las situaciones se asemejan. Son unos días en que se practica con asiduidad la proyección hacia el futuro. Se establecen proyectos, se planifican acciones, se programan actividades. Las bases con las que se efectúan tales predicciones no siempre están claras. Normalmente nos basamos sea en lecturas del pasado que justifiquen por qué pensamos realizar tal o cual acción, sea en razones que refuercen nuestra voluntad de acción con el fin de alcanzar tal o cual objetivo. Se ha hablado de memorias del futuro como la manera de describir ese ejercicio tan habitual de referirse al futuro desde el pasado, o mejor, desde una lectura del pasado realizada desde el presente.

Como siempre, con la llegada del año nuevo, practicamos la proyección hacia el futuro, estableciendo proyectos, planificando acciones y programando actividades
Necesitamos memorias y perspectivas. Realidad y virtualidad. Ambas son necesarias para salir de los atolladeros con los que empezamos un nuevo año

La manera de fundamentar tales proyecciones de futuro acostumbra a residir en argumentos sacados de la ciencia, de la economía o de la política. Así, por ejemplo, podemos sostener que, debido a las numerosas evidencias científicas existentes sobre cambio climático y dadas las malas cifras del país en estos últimos años en esta cuestión, este próximo ejercicio deberemos reducir nuestras emisiones de CO2 para evitar un empeoramiento de la situación. Es también habitual oír a las instituciones de análisis económico realizar proyecciones sobre el comportamiento de las variables económicas más significativas y predecir, por tanto, buenos, regulares o malos resultados en crecimiento, en actividad industrial o en ocupación, basándose en la evolución de esas mismas variables en los últimos años y ajustando esas cifras a partir de algunas variables nuevas que en su caso se entienda que deban considerarse. Son estas fechas también propicias para las declaraciones de los responsables de instituciones o partidos políticos haciendo, que hacen balance del último año y proyectan así sus buenas o malas vibraciones y valoraciones hacia el futuro más inmediato. El pasado se convierte así en la fuente de conocimiento del presente y constituye la base para los futuros proyectados y propuestos, con una lógica de causalidad. Si ha pasado tal cosa, y ocurren tales otras, y actuamos de tal o cual manera, el futuro será de tal o cual manera.

Veamos algunos problemas de todo ello. La producción científica del futuro, enraizada en el conocimiento de lo ya acaecido, aparentemente deja fuera de consideración las consecuencias no previstas de la creatividad científica. Y ello es particularmente significativo cuando es bastante habitual que quienes toman las decisiones políticas hagan referencia al conocimiento científico para arbitrar en cuestiones complejas o sobre las que existe una notable controversia política y social. Y los problemas aumentan cuando las decisiones que tomar juegan con elementos sobre los que no existen suficientes precedentes. En estos casos la controversia alcanza a los propios científicos, que discrepan sobre las consecuencias. Los ejemplos proliferan cada vez más. De la nanotecnología a los alimentos transgénicos, de las patentes biomédicas a los contenidos de las regulaciones sobre compuestos químicos, herbicidas o pesticidas. En estos casos, el análisis del pasado, el análisis de los datos disponibles, se mezcla con los diversos futuribles en juego y en esos futuribles cada cual incorpora temores, deseos y esperanzas, y también obligaciones contractuales, ideales, pasiones e ideas sobre cómo debería ser el mundo en el futuro.

En el campo económico las previsiones de futuro presentan también condicionantes y restricciones significativas. El dinero marca el campo de juego. Se calcula el futuro desde categorías como beneficios y costes, pérdidas y ganancias. El futuro se convierte en mercancía que sirve para calcular riesgos y seguridades desde el presente. Se descuenta el futuro, y a medida que ese futuro se aleja, su valor decrece. Utilizamos el futuro para el presente, pero nos desresponsabilizamos de él. Y si acudimos a la política, tampoco se nos acaba de resolver el problema que planteamos sobre el futuro y las responsabilidades que acarrea el encararlo. Las limitaciones temporales de los mandatos y las propias limitaciones en la edad de los votantes generan muy pocos incentivos para responsabilizarse de ese futuro. Pero, en cambio, el futuro se convierte en el gran argumento de los políticos para poder maniobrar en el presente, en ese corto plazo que acostumbra a marcar el timing de la política. Las decisiones de hoy arrojan su sombra en forma de efectos futuros a los votantes actuales, y también a los que aún no pueden votar y a los hijos y nietos de ambos. Los derechos de esas personas son también descontados, y las consecuencias son lanzar hacia delante los potenciales riesgos y perjuicios de las decisiones de hoy. Cuanto más lejanas sean esas consecuencias, menos las tomarán en cuenta los políticos en un presente siempre prioritario.

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Tenemos, pues, dos problemas: la falta de responsabilidad presente sobre el futuro y las debilidades de las bases de conocimiento sobre las que fundamentamos algunas de las decisiones del presente. Nos sobra causalidad basada en el pasado y nos faltan sentido y finalidad en nuestra proyección futura. Deberíamos recuperar una mayor profundidad estratégica o de contenido final de nuestras decisiones actuales y, por tanto, tratar de fundamentar nuestras decisiones actuales no sólo en cómo el mundo es hoy y cómo lo proyectamos hacia el futuro, sino sobre todo en cómo podría o debería ser. Y precisamente este tipo de consideraciones teleológicas, morales o políticas (en su sentido profundo) acostumbran a considerarse fuera de la investigación y el conocimiento científico. Sólo el pasado sirve de sostén para ese conocimiento. Y ése es un pobre bagaje cuando están en juego consideraciones muy relevantes sobre nuestro futuro desde el punto de vista ecológico o moral y con relación a los derechos de las generaciones futuras. Dice el María Moliner que virtual "se aplica a un nombre para expresar que la cosa designada por él tiene en sí la posibilidad de ser lo que ese nombre significa, pero no lo es realmente". Quizá deberíamos ir fundamentando la política no sólo en lo real, sino también en lo virtual, entendiendo que así trabajaríamos para que esa realidad acabara siendo la que queremos que sea. Necesitamos memorias y perspectivas. Realidad y virtualidad. Ambas son necesarias para salir de los atolladeros con los que empezamos un nuevo año.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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