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Reportaje:

El Parlamento catalán desafía el modela de Estado

Es ya lugar común entre expertos en derecho constitucional sostener que, desde la aprobación de los estatutos de autonomía y de la elevación del techo competencial de las comunidades de vía lenta, el Estado español ha evolucionado en una dirección netamente federal aunque hayan faltado para este viaje algunas instituciones propias de este tipo de Estados, como, sobre todo, una verdadera cámara de representación territorial. Parlamentos, Gobiernos y tribunales de las comunidades autónomas han empujado al unitario y centralizado Estado español en una dirección federalizante con mucha más intensidad y rapidez de lo que nadie podía imaginar en 1978.

Sólo a partir de una crasa ignorancia de lo ocurrido en los últimos veinticinco años puede afirmarse que ese Estado ha fomentado tendencias centrífugas. En realidad, los que han impulsado esas tendencias, con todos los recursos transferidos por ese mismo Estado, han sido los partidos nacionalistas cuando comprobaron el arraigo de la nueva estructura federal y decidieron proponer reformas estatutarias que no reforman lo que dicen reformar, sino que empujan en otra dirección. Fue el caso del Estatuto Político de Euskadi, más conocido como plan Ibarretxe, aprobado hace un año en el Parlamento vasco gracias al salomónico y espurio reparto de votos de la ilegalizada Batasuna: su propuesta de Estado libre asociado no reformaba el Estatuto de Gernika, sino que liquidaba la Constitución que lo hizo posible.

El 'plan Ibarretxe', aprobado hace un año, no reformaba el Estatuto de Gernika, sino que liquidaba la Constitución que lo hizo posible

No constituyó, por tanto, sorpresa alguna que el Parlamento español rechazara el plan, aunque Ibarretxe acusara a Zapatero y a Rajoy de violar con su negativa la Constitución. El caso catalán es diferente. En su origen, el proyecto de nuevo estatuto ha gozado del apoyo del 90% de los diputados del Parlamento de Cataluña. Y en su largo recorrido, el acuerdo entre Gobierno y oposición -como fue, para el rechazo, el caso vasco, y para la admisión, el valenciano- tiene escasas posibilidades de repetirse. A caballo entre uno y otro, el futuro del proyecto catalán no depende de un pacto entre los partidos de ámbito estatal y los nacionalistas catalanes, sino de las negociaciones, ante todo, dentro de la familia socialista; además, entre los socialistas y sus socios, o sea los nacionalistas de Esquerra, y, en fin, entre todos éstos y los nacionalistas de centro-derecha, o sea CiU.

Arquitectura básica

Y esta sí que es una auténtica novedad en cuestiones que modifican la arquitectura básica del Estado y no la mera distribución de competencias fiscales. Ciertamente, durante el año que hoy acaba, y sobre todo en las últimas semanas, la financiación ha sido tema central, pero no es el único ni el más importante. Más allá han aparecido otras cuestiones relativas a la identidad nacional y a la relación de la Generalitat con el Estado. Y ahí es donde la hipótesis de un acuerdo que implique a una sustancial mayoría del Parlamento español parece fuera de lugar y donde resalta con más fuerza el creciente deterioro de los vínculos entre PSC y PSOE y la fragilidad de la coalición entre PSOE y Esquerra.

Todo gira, como es notorio, en torno a la relación que el nuevo Estatuto pretende establecer entre la Generalitat y el Estado. Dejando aparte que Generalitat no dice relación a Estado sino a Gobierno, se trata de una relación muy especial: mientras el Estado desaparece de Cataluña, Cataluña aspira a contar con una representación propia y diferenciada en todas las instituciones del Estado. Esta curiosa concepción de la bilateralidad, además de liquidar toda la retórica montada sobre las lindas metáforas de la España plural y de la nación de naciones, arruina la posibilidad de consolidación de un Estado federal, que es, en definitiva, lo que se pretende cada vez que se habla de identidad colectiva: de no ser en el Estado parte como los demás, sino ser otro que el Estado. Al exigir atribuciones exclusivas en todos los ámbitos posibles, el Estatuto blinda un Estado propio que asegura la presencia de sus representantes en los organismos de un Estado ajeno, el español.

Inédito

Esto no tiene nada que ver con el federalismo y sólo muy lejanamente con el confederalismo. Esto es otra cosa, inédita, para qué vamos a engañarnos, sólo comprensible si se toma en cuenta la dirección en la que se sitúa el proyecto de Estatuto. Pues en el terreno conceptualmente tan lábil y confuso en el que nos movemos, cuando se identifican órganos de gobierno y de representación con Estado y nación, lo que se intenta es subir un peldaño más hacia la proclamación de una nación soberana que, en el ejercicio de unos derechos derivados de la historia, decide mantener, sólo por los trastornos que una secesión monda y lironda podría momentáneamente acarrearle, vínculos con el Estado hasta ahora común. Todo, en el espíritu que informa y en la letra que articula el proyecto de nuevo Estatuto, se encamina en esa dirección: liquidar la posibilidad de consolidar un Estado federal español para que levanten el vuelo nuevos Estados nacionales -éstos sí, unitarios y centralizados- sobre el viejo territorio de la península Ibérica. Lo que a partir de esta evidencia pueda negociarse es lo único que, al finalizar el año, nos queda por ver.

Pasqual Maragall, rodeado por Josep Lluís Carod-Rovira (izquierda) y Joan Saura, en el segundo aniversario del Gobierno tripartito, el 13 de diciembre.
Pasqual Maragall, rodeado por Josep Lluís Carod-Rovira (izquierda) y Joan Saura, en el segundo aniversario del Gobierno tripartito, el 13 de diciembre.MARCEL·LÍ SÀENZ

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