La historia es una novela
A veces los clásicos tienen razón: los años pasan rápidos; los días, lentos. Ningún balance debería olvidar eso, por mucho que en diciembre los árboles dejen ver el bosque. El de 2005 ha sido, sin duda, un bosque de molinos de viento. La celebración del centenario del Quijote por tierra, mar y aire ha sido un hito en un tiempo en el que cada jornada es ya el Día Internacional de Algo. Junto al de la obra de Cervantes, este año se celebraron los aniversarios de Andersen, Schiller, Verne, Sartre, Canetti, Valera y Altolaguirre.
Por no salir de la fiebre de los números redondos, dentro de cien años tal vez se recuerde que 2005 fue el de la muerte de dos premios Cervantes (Augusto Roa Bastos y Guillermo Cabrera Infante), del argentino Juan José Saer y de los españoles Julián Marías y Ramón Gaya. También fue el año en el que Rafael Sánchez Ferlosio -que recogió sus relatos en El geco (Destino)- cedió el testigo del Cervantes a Sergio Pitol, que recibió el galardón al poco de publicar El mago de Viena (Pre-Textos) y Los mejores cuentos (Anagrama). Curiosamente, o no tanto, muchos de los premios mayores de la temporada recayeron en escritores con novedades. Fue el caso de José Manuel Caballero Bonald (Nacional de las Letras Españolas), que volvía a la poesía con Manual de infractores (Seix Barral), y el de Tomás Segovia (premio Juan Rulfo), que acaba de publicar un libro de poemas, Día a día (Pre-Textos), y uno de ensayos, Recobrar el sentido (Trotta). Fue también el caso de Nélida Piñón, que recogió el Príncipe de Asturias con nuevo libro bajo el brazo, Voces del desierto (Alfaguara). En su novela, la narradora realiza una relectura de Las mil y una noches a partir de una Sherezade subversiva y sensual. También David Torres retomó una historia clásica en El mar en ruinas (Destino), una novela en la que Ulises vuelve al mar para enfrentarse a la tiranía de la fama. Torres fue en 2002 finalista del Premio Nadal que se adjudicó a Andrés Trapiello, que este año obtuvo el Premio de la Fundación Lara por una novela publicada en 2004, Al morir don Quijote (Destino), un relato que continuaba la vida de los personajes secundarios de Cervantes. Carlos García Gual señala que esa tendencia a continuar una novela clásica es uno más de los múltiples brazos del caudaloso río de la novela histórica: "Aunque la continuación siempre imprime un carácter original. David Torres, por ejemplo, convierte en un malvado a Telémaco, que tradicionalmente era el prototipo de buen hijo". ¿Cuáles serían los otros brazos de ese río que nace entre las fuentes de la historia y las de la imaginación? Para García Gual, las variantes van "desde la novela fantástica o mistérica -que es más bien seudohistórica, las sábanas santas y similares- hasta las más estrictas históricamente, la que escribe, por ejemplo, José Luis Corral". Entre una y otra se sitúa una narrativa que "busca un ambiente histórico para plantear inquietudes con ecos en el presente". Sería el caso de Historia del Rey Transparente (Alfaguara) y Resurrección (Tusquets), de, respectivamente, Rosa Montero y Antonio Orejudo, dos autores no habituales de un género que, para muchos, vive un verdadero renacimiento. José-Carlos Mainer no comparte ese optimismo: "La novela histórica cada vez está más trivializada. Es sota, caballo y rey. Se ha vuelto tradicional y retórica, casi decimonónica. Nada que ver con Sender, Graves o Yourcenar, que usaban la novela histórica para experimentar". Mainer recogió este año en Tramas, libros, nombres (Anagrama) sus ensayos sobre literatura contemporánea. Allí, el profesor y crítico acuñaba una etiqueta que cuadra bien a mucha de la narrativa de la temporada: "novela a noticia". Siguiendo las categorías usadas en el teatro para distinguir comedia a fantasía y comedia a noticia, Mainer detecta una corriente mestiza que, aunque dentro de un formato narrativo, incluye recursos de la autobiografía y el ensayo, con referencias a la actualidad y a la historia. En esa línea estaría una obra como Enterrar a los muertos (Seix Barral), de Ignacio Martínez de Pisón, en torno a la muerte del traductor José Robles a manos de los servicios secretos de la URSS durante la Guerra Civil. De la historia al presente, Mainer destaca también Contra natura (Anagrama), de Álvaro Pombo, escrita en tiempo real y con constantes referencias a acontecimientos de este mismo año, entre ellos, aunque sea como detonante, apunta Mainer, la polémica suscitada por el matrimonio homosexual. "La novela puede recogerlo todo", concluye el catedrático de la Universidad de Zaragoza, que señala también el carácter ensayístico de Esta pared de hielo (Alfaguara), de José María Guelbenzu, y la reflexión metaliteraria en Doctor Pasavento (Anagrama), de Enrique Vila-Matas.
El aniversario de la muerte de Franco, su régimen y su inmediata herencia alimentaron novelas de autores de diversas generaciones
Cuando apareció su libro, Pisón declaró que la de Robles era "una historia ideal para que la escribiera Javier Cercas". No lo hizo, aunque el autor extremeño publicó, cuatro años después de Soldados de Salamina, una nueva novela, La velocidad de la luz (Tusquets). Cercas volvía así a la narrativa de campus después del intermedio que supuso la Guerra Civil en la obra que le hizo célebre. Con todo, la guerra, el franquismo y la transición siguen siendo un filón para la narrativa española. Así, dos libros de 2004 recobraron nueva vida este año merced a sendos premios. Isaac Rosa recibió el Premio Rómulo Gallegos por El vano ayer (Seix Barral), y el desaparecido Alberto Méndez, el de la Crítica y el Nacional de Literatura por Los girasoles ciegos (Anagrama). En el aniversario de la muerte de Franco, su régimen y su inmediata herencia alimentó las novelas de escritores de las más diversas generaciones: de Antonio Rabinad a Ángela Vallvey pasando por Julio Llamazares. Sin olvidar el rescate de un tomo de las memorias de Pío Baroja -La Guerra Civil en la frontera (Caro Raggio)- o las recuperaciones de Antonio Ferres y Joan Sales.
La mezcla de información e imaginación que señala José-Carlos Mainer trasciende las fronteras de la literatura española. Así, en un año en el que se tradujeron las novelas de cuatro premios Nobel (José Saramago, J. M. Coetzee, Elfriede Jelinek y Harold Pinter) y en el que se hizo lo propio con lo nuevo de Umberto Eco, Tom Wolfe, Tobias Wolff, António Lobo Antunes o el polémico Michel Houellebecq, el pasado y la actualidad fueron un ingrediente decisivo en algunas de las obras más celebradas en los últimos meses. Mientras Philip Roth retomaba la figura de Lindberg en un ejercicio de historia-ficción -La conjura contra América (Mondadori)-, Orhan Pamuk -cuyas declaraciones sobre el genocidio armenio le valieron enfrentarse a un juicio por supuestos "insultos a la identidad nacional"- pintaba en Nieve (Alfaguara) el retablo de una Turquía atrapada entre el ascenso de los islamistas y el poder de los militares. Por su parte, la guerra de Irak y el terrorismo sirvieron de columna vertebral a Sábado (Anagrama), de Ian McEwan, y Shalimar, el payaso (Areté), considerada por muchos como la obra maestra de Salman Rushdie.
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